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Música, memoria e identidad: la sonoridad de lo arcaico. De lo inaugural en la cultura.

Por Liliana Herrero



Permítanme el abuso de realizar en primer término una mención personal.
Pertenezco a ámbitos tradicionalmente separados, al menos en sus versiones institucionales: la música popular y la filosofía universitaria. En el primer caso, he realizado con músicos provenientes de diversos géneros, cinco discos de folklore argentino; en el segundo caso he sido la inesperada y sorprendida Directora de la Carrera de Filosofía en la Universidad Nacional de Rosario y aún continúo en la docencia universitaria. No los estoy obligando a padecer la escucha de un curriculum, sino que deseo mencionar lo que para mí sigue siendo a veces un desgarramiento, a veces un encuentro amable, y siempre la sospecha de que en estos dos ámbitos puede caber no solo la historia de una vida, sino también un pequeño experimento filosófico.
Comencemos pues con una pregunta. ¿Hay algo inaugural en la cultura? He aquí un problema que nos conduce de lleno al tema de lo arcaico, pero que al mismo tiempo sólo podemos sostener como pregunta. ¿Lo arcaico no es aquello que alguna vez fue inaugural y que en los tiempos actuales se presenta como una presencia molesta, una sobra, un obstáculo, algo a lo que nos referimos con enojo? Lo arcaico, si es verdad que es el pasado que no se ha disuelto en el momento que correspondía, solo puede ser una supervivencia irritante.
Pero lo que irrita obliga a pensar. Así, lo arcaico es el pasado en el presente, pero de una manera fastidiosa y atípica, que también rompe la idea de que llegamos a este presente en un cómodo viaje por las etapas correspondientes y ya previstas. Lo arcaico es el pasado que no se resignó a ser la etapa anterior del presente. Es entonces el testimonio, la prueba, de que es posible enlazar los tiempos a los sacudones. Esto es, casi un testimonio de que el tiempo no pasa, o de que el tiempo apela continuamente, como travesura, a su raíz. Y que en cualquier momento, lo que parecía ya transcurrido, se hace presente como el convidado de piedra. No debía estar allí pero está. En estas condiciones podría decirse que lo arcaico nos lleva a la identidad pero en forma irónica: el tiempo no hace mella, el tiempo en lo fundamental, no pasa.
Podemos estar distraídos en un presente dado, pero en cualquier momento tropezamos con lo arcaico como piedra. Ahí el tiempo enloquece en el momento en que, pareciendo que fluye armónicamente, se quiebra con la inesperada presencia de lo extemporáneo, de lo inaudito. Era lo arcaico no asimilado, no deglutido en la digestión serena del tiempo lineal. En ese caso, estaríamos ante una identidad superior y más compleja, una identidad que ha dominado el tiempo, pues puede transformarse continuamente, ya que lo arcaico le obliga a cualquier juego de diversidad o de mutación.
Pero las cosas no son tan simples y de hecho hacemos distintas cosas con lo arcaico. Si lo creemos visible, podemos regodearnos con él, lo citamos, lo usamos en nuestro vocabulario al que traemos palabras antiguas como prueba de no ser arrebatados por las modas, de no ir ciegos a la primera novedad. Pero si lo arcaico es invisible, ahí empiezan los problemas, pues sería el tributo inconsciente que pagamos a lo que ocurrió antes, sin saberlo, tanto en nuestra vida como en la historia. Ya no se trata, entonces, de la visita vigilante del pasado asimilado y absorbido, sino de una culpa con la que lo caduco nos advierte que fuimos muy lejos, mucho más de lo que debíamos.


De los modos de lo arcaico.

A propósito de estas pinceladas que me atrevo a escribir porque surgen de mi experiencia, quiero examinar dos ejemplos vinculados a cómo se trata en la Argentina la presencia del pasado en la música denominada folklórica. Es decir, los modos de lo arcaico como la forma más exigente de la tradición. Uno de ellos tiene que ver con una curiosidad biográfica referida a uno de los más notables compositores argentinos de este género y otro con el conocido Festival de Folklore de Cosquín que se realiza hace tres décadas, todos los años, en la provincia argentina de Córdoba.
Comencemos por el primero. Como es sabido por todos, la Argentina tuvo un gran compositor de música popular conocido como Atahualpa Yupanqui. Sin embargo se llamaba Héctor Roberto Chavero. Atahualpa y Yupanqui son los dos últimos grandes caciques indios que existían a la llegada de los conquistadores, pero además Yupanqui en voz Amauta significa: has de cantar, narrarás. Esta idea trascendental sobre la condición humana, este imperativo categórico ejercido sobre un testigo que no debe olvidar y al que hay que salvaguardar, sin embargo fue expresada con notable escepticismo por Yupanqui-Chavero en estos términos: “Algunos hombres han de pasar por la tierra sin haberla traducido”.
El juego que con su propio nombre hiciera este compositor, sugiere un uso de lo arcaico que puede tener variadas consecuencias: por un lado, una referencia “prestigiosa” al pasado indígena, a la manera de lo arcaico-visible. La otra implica también un juego con el nombre pero de consecuencias inesperadas porque supone una invención y podría leerse: has de inventar. Entonces, sería posible ir más allá en la interpretación.
Atahualpa Yupanqui fue un excelente compositor que fundó tanto un culto oficial como la base de las reinterpretaciones más atrevidas. Al ponerse estos nombres, Chavero estaría revelando la necesidad de recuperar una pérdida por la vía del exceso. Podríamos decir de un doble exceso, pues por un lado acude a un indigenismo muy elevado y por otro indica que lo más difícil, casi lo imposible, es lo que él va a hacer: pasar por la tierra y traducirla. Quizá esto nos deje la sensación que está tratando con el espíritu de la tierra tal como se expresaron los metafísicos de la conciencia nacional, sus contemporáneos, como Scalabrini Ortíz. Así lo que parece sólido como la tierra es puro espíritu, es no tener nada bajo los pies, es no apoyarse en nada y eso, como sabemos, es un trato con el silencio que nos constituye. Pero Atahualpa, que aporta metáforas fundamentales no sólo sobre el silencio sino sobre el andar y el cambio, del mismo modo invierte el fluir del río, que llorando, le dice al hombre “tú que puedes, vuélvete”, a diferencia de Heráclito. En estos fundamentos, en esta sorprendente inversión de Heráclito, hay también un indudable tratamiento conservador de la cuestión de la identidad. El espíritu de la tierra pide que todo se inmovilice.
El Festival de Cosquín, el otro caso, convierte los conocidos arquetipos de la cultura criolla en un caso de la industria cultural. Cosquín tiene la característica que tanto los artistas que concurren allí como los organizadores y el público se ubican en la tradición en forma de ritual, con la reconocida atadura comunitaria que produce un acto de culto, con su fuerza recurrente y brillante. En el rito se cree que el pasado irrumpe entre nosotros diáfano, sin mediaciones, sin problemas, sin oscuridad, a la manera de un pensamiento que al estar vinculado a la interpretación literal del pasado, se asemeja al tratamiento kitsch de la realidad. El kitsch cree en la inmediatez del mundo y en la ausencia de conflicto, de ahí su fuerza y de ahí su admirable error. Cosquín, pertrechado con las autodefensas de un kich popular, considera que todo aquél que intente señalar que el pasado es un debate o una querella, comete de inmediato una herejía. Cuando ese público percibe que alguien quiere hacer del pasado otra cosa que no sea controlable o invocable fácilmente - lo he sufrido en carne propia- procede a hacerse cargo de la apostasía. Como lo expresa la locución que da apertura al Festival, “Aquí Cosquín”, se revela una gran certeza en ese aquí y ahora que con fatalismo espacial y temporal enlaza generaciones de una manera ineluctable. En nombre de ese hic et nunc reaccionan agitadamente no sólo si parece amenazado el canon de la tradición, sino el derecho de las masas a reformarlo. Porque es necesario advertirlo: el propio debate entre tradicionalistas y modernos pertenece al corazón mismo de la tradición entendida así, como construcción oficial, tanto del estado como de los medios de comunicación masivos.
Personalmente, he debatido con Cosquín, que, por otra parte, también se inspira en Atahualpa. Por mi parte, percibí que era posible apoyarse también en el inestimable Atahualpa, es decir, en su reinterpretación, avalada por el hecho de que su propio nombre era un hallazgo inspirado en un sentimiento excesivo. Y así partí de una certeza: se está en la tradición. Pero hay muchas formas de estar en la tradición. Una es padeciéndola, que es una forma del conocimiento muy fuerte, pues parte del sufrimiento no como ceguera del conocer sino como el primer acto de lucidez. Otra es imaginando lo que viene luego del padecer, que es el interpretar.
En tanto intérprete quedo obligada a decir en qué condiciones me parece que realizo esa interpretación: un intérprete realiza un comentario sobre un original que es siempre difuso. No el original mismo, sino la hipótesis de que éste se ha perdido pero que no nos deja huérfanos. En su lugar queda el mito, concebido como una elaboración que sustituye y que a la vez es la materia primordial de la que partimos. Lo arcaico sería así la posibilidad de considerar, como si ese original fuese un punto de partida verdadero, pero su verdad estaría en lo que el mito le aporta como esa bella condena al “narrarás”.
El origen puede entonces ser cognoscible, pero en tanto ese origen es mítico: cognoscible y a la vez hallazgo vital de un relato que vincula a una comunidad de personas. Así, el intérprete que trata con el mito mantiene la creencia de que el pasado puede estar en el presente por lo menos de dos formas: como una reelaboración artística o sin más. Es decir, como una reelaborada autoconciencia mítica, o como una simple continuidad histórica no sobresaltada por la incredulidad o la deserción. Estas son dos versiones del mito. El mito como potencia de traducción o el mito como ingenuidad de la palabra que exige creencia en su estar no más.
Desearía ejemplificar con la versión que hice sobre “Los ejes de mi carreta” de Yupanqui. Musicalmente está construido en base a una sucesión ininterrumpida de acordes, no de funciones. Es decir los acordes no tienen una función determinada- tónica- dominante, de manera tal que la tonalidad se torna casual y se ancla en la melodía y no en la armonía. La base armónica es modal, formas muy antiguas de la música. Es un habla armónico que repite las notas claves de la melodía. Esa repetición remite siempre a un eje, hay repetición de motivos pero no hay dominante-tónica. Quiero decir con esto que sobre la base de este tratamiento armónico, no hay preparación del terreno que me advierta acerca de lo que puedo esperar. Al mismo tiempo fui sustrayendo palabras del texto dejándolo con huecos que contrastaran con el arquetipo del tema, por otra lado absolutamente consagrado con cientos de interpretaciones que lo hacen parte de un inamovible canon argentino.
Esta versión es decididamente un entorpecimiento. No contribuye a la standarización de la música ya que la dimensión de comprensibilidad rápida e inmediata ha desaparecido. Las versiones canónicas están sobresaltadas pero no para alterar el candor del arquetipo, sino para que permanezca en un segundo plano, donde también es muy efectivo, y así hacer pasar a primer plano los sentimientos trágicos de soledad y muerte que son aludidos en la travesía por la pampa, y que el canon argentino de algún modo sofoca.


De lo arcaico como justicia.

El efecto es el de disponer lo popular de otro modo, retirándole su componente conciliador, y - también al contrario-, borrando las huellas de la intervención. Intervenir suprimiendo instantáneamente los rastros de la propia intervención. Así la acción de traducción cultural queda encubierta con gran cautela. Se trata de una justicia implícita para tratar todo el material cultural que señala una identidad, por lo cual la traducción se realiza sin ninguna imposición canónica, sin ninguna estética especial que lo recomiende. No hay manifiestos ni programas. Pero de esto, resulta un fuerte descompás que de inmediato se lanza a poner en el lugar del objeto replanteado, un objeto igual pero sometido a dislocamientos de tiempo y lugar. Con disimulados pincelazos, se retoma el pasado como imposibilidad de reponerlo sin más. Pero el pasado reaparece bajo la traducción de un presente técnicamente muy desarrollado, que decide ocultar cualquier arrogancia o novedad en relación a los medios que utiliza y llama a lo arcaico para que perturbe armoniosamente.
La crítica a lo popular se instala así de un modo tan sutil que puede desaparecer. Pero sin embargo, sabemos que está. ¿Cómo lo sabemos? Sembrando señales permanentemente, afirmando las innovaciones con una cadena de retornos permanentes a la tradición. Esta retorna siendo la misma y siendo otra. Una obra así concebida se muestra permanentemente frágil, siempre expuesta a ser rechazada por populista o por excesivamente intelectual. Pero su centro de gravedad es la traducción cultural, esa traducción que se mantiene en un punto de equilibrio casi imposible, punto sobrecargado de tensiones tan poderosas y hasta cruentas, que podrían justificar una guerra.
Pero en lo que ahora nos interesa, me pregunto en qué condiciones puede lograrse esta conjunción de lo popular y lo complejo, negando la idea común de que lo popular es lo que llama a lo complaciente, a lo diluido, a lo pasteurizado. La crítica a la tradición puede realizarse en términos que se incorporan de inmediato a ella, dejándola también expuesta a una revalorización ante las tensiones históricas del presente. Disponer de las identidades culturales en una forma abierta tal que las deje sin lugar establecido y solo dispuestas al diálogo. El diálogo - no la mera mezcla - es la lógica implícita de la cultura. De este modo la traducción se realiza entre mundos diferentes, introduciendo la crítica, que valora, combina, descarta, pero que también se juzga a sí misma, estableciendo una crítica posterior, donde el juez a su vez es enjuiciado, como si lo arcaico por fin viniese a reclamar lo que el presente le debe sin que su choque con la actualidad sea una amenaza sino una forma de justicia.
Por eso, la cultura es traducción permanente y la traducción puede ser una forma de la crítica cuando despierta en el legado cultural, una nueva oportunidad para las obras del pasado. La crítica las revive y las coloca nuevamente a disposición del presente, pero no como continuidad del legado sino como interrupción de lo arcaico.


Lo inaudito y lo arcaico: los sonidos son recuerdos y los arreglos son desgarramientos.

De este modo, puedo presentarme ahora como un tipo de comentarista en lucha sobre el significado de lo arcaico en la construcción de una identidad. Por un lado, el comentarista, sueña con iniciar todo de nuevo, desde el grado cero. Sabe que depende de algo anterior pero no quisiera tener esa dependencia, ese servilismo. Pero por otro lado, podemos decidir ser ese comentarista que se propone como un administrador de lo arcaico. ¿Qué hacer, entonces? En los últimos años se habló de que el pasado se inventaba y se oyeron expresiones como: invención democrática, invención de la tradición, lo cual traía aparejado una enorme confianza en el presente interpretador. Creo que se puede inventar la tradición como se ha inventado el folklore argentino en distintos momentos de la historia moderna argentina, pero no creo que se pueda suponer que todo es un juego de interpretaciones, sin permanencias. He allí la potencia de la traducción junto a la potencia de lo arcaico. Del choque de ambas potencias surge la identidad. La traducción asegura presentes, comprensiones y públicos actuales; lo arcaico asegura la travesura de lo que se rebela ante el llamado a la extinción.
A la identidad se la padece antes que se la conoce, y el placer del comentador consiste en crear algo inaudito. Lo inaudito es según el diccionario usual, lo nunca oído, lo vituperable, lo monstruoso, aquello que nunca se oyó decir. Supone el hecho de que siempre queda algo por oír. Para el padecer de la identidad, nada mejor que lo inaudito. Y lo inaudito interroga permanentemente a la textura musical.
La textura musical es para mí la “materialidad” de un tema, es el cuerpo del sonido, es el clima y es el rostro musical. Es una geografía musical. Esa textura es fundamental porque puede ser totalmente extraña al tema, pero si la voz humana resuena de una manera diferente a la textura expuesta en los instrumentos, entonces se conjugan allí la extrañeza y el reconocimiento, la familiaridad y la incomodidad. También se da la sensación de que se produce un desfasaje temporal, histórico.
En la textura musical está entonces la geografía y la historia. Pasado y presente se cortejan en la forma y el estilo. Y así lo inaudito reclama la presencia de lo arcaico. Siempre estamos dentro y fuera de la memoria, adentro y afuera de la historia. Por eso el rostro de la historia es, al mismo tiempo, la sorpresa cultural de que aparezca lo que parecía finalizado y que estemos en disposición de suponer lo inaudito.
Para mí el horizonte cultural está en esa textura, en la repetición y en la ausencia de grandes desarrollos armónicos y melódicos. El silencio habla como las palabras, y en la música es igual porque los sonidos son recuerdos, añoranzas, pérdidas irremediables, lugares, infancia. Eso es el pasado y tiene sonoridad. Entonces la textura organiza el pasado, el recuerdo, la memoria, pero sin identidades prefijadas. Con estas promesas, la música debe exponer el mundo como lo que es, como conflicto y no como dominación.
Si el fundamento del pensar consistiera en no pensar lo ya sabido, entonces la razón humana estaría condenada a la innovación banal desde hace millones de años. Lo obvio no es inerte, pues lo obvio críticamente revisado, es el saber. De ahí que mis problemas, no sé si llamarlos filosóficos, son estos nombres, situaciones y objetos de la pública vida cultural y popular argentina.
El nombre de un compositor notable - Atahualpa Yupanqui - y la realización de un Festival como el de Cosquín, que es fácil despreciar por conservador y falsamente ritualizado, nos lleva entonces a un filosofar de bolsillo. Veo allí los momentos en que aparece lo arcaico en su forma estúpida y siniestra.
Los arreglos modernos a viejos temas de folklore latinoamericano y argentino, suponen, como dije antes, un pequeño intento filosófico. No una filosofía sistemática ni profesional, sino un pequeño experimento de bolsillo para armar y rearmar lenguajes.
No es que se quiera ver qué hay “adentro” de las composiciones musicales más primitivas ni que al fusionarlas se piense en darles un “contenido” mejor. Se trata- por lo menos en mi caso- de imaginar que “dentro” no hay “nada” sino que lo que encontramos es un sentido nuevo a través de ese armar y desarmar los climas primitivos en diálogo con los climas modernos. Y ahí sí se forja un nuevo contenido con el recurso de ir sacando, restando, mezclando, montando, extrapolando. Entonces se puede rearmar un texto donde se recobre un aliento realmente sobresaltado, desgarrador. Es decir, es posible encontrar en las viejas voces una voz nueva. Lo que estaba rutinizado se recobra, vuelve al presente para inquietarnos. Así podemos ver en palabras muertas por el uso, un nuevo resplandor. Quizás sea ésta también la misión de la Filosofía. Al restar piezas y crear ciertos agujeros o tachar palabras de una versión modelo, se va recuperando- por ausencia o por sustracción, un modelo lejano que ya está sonorizado en todos nosotros.
Cuando los músicos trabajamos sobre un tema musical compuesto por otro que forma parte de una memoria popular y de una identidad cultural, decimos que realizamos sobre él un “arreglo”. La palabra es un poco brusca, lo sabemos, y en su reconocida rutina provoca algunas reflexiones, que complementan aquellas a las que antes aludíamos. Es decir, intervenimos en los añejos legados de tal modo que intentamos una novedad en aquello que ya está oído de una determinada manera. Es en este sentido que yo he pensado los “arreglos” musicales como un verdadero acontecimiento de montaje, una puesta en contactos de mundos diferentes. De hecho las manifestaciones culturales más variadas siempre se entrelazan y se cruzan, arman un libro cultural, no solo, creo yo por proximidad temporal sino por estar montados sobre preguntas o enigmas similares. Entonces aquello que estaba rutinizado nos sorprende en una nueva dimensión.
El arreglo lo que hace es agregar algo para que lo más primitivo vaya surgiendo. Quizás eso pueda ser una forma modesta de la relación de la filosofía con la música. Así se procede con los mitos para verlos con otra mirada y que no nos devoren.


Contrafusión: una manifestación de lo arcaico en la identidad reformulada.

Fui percibiendo, en este diálogo con los festivales populares y con el tesoro adormecido del folklore nacional, de a poco, la existencia de una tensión, un contraste, unos caminos paralelos, una cierta extrañeza que se generaba entre el arquetipo petrificado y las repentinas joyas que allí yacían. La tradición renovadora anterior llamada “Nuevo Cancionero” derivó en lo que se dio en llamar “proyección folklórica”. Había realizado una fusión. Yo no quería realizar una fusión pero sí buscar esa potencia de renovación que esa vanguardia de los años ‘60 había establecido. Quería evitar la estilización del folklore. La idea de proyección, no rompía, no agujereaba la vieja idea del origen. Era, más bien, una extensión del origen. Y a mí me interesaba volver polémicamente sobre el origen de la manera que ya comentamos: lo arcaico como irrupción contrastante en la mirada de actualidad.
Mi idea era entonces la de una contrafusión, no la de una fusión. La contrafusión es una política cultural, es decir, el diálogo con el pasado es siempre algo nuevo y lo nuevo es precisamente que ese diálogo pueda hacerse. No hay fórmulas o un recetario de ingredientes. La contrafusión consiste en desarmar el legado para recomponerlo de otro modo. Todo puede ser desarmado y vuelto a armar, pero no como un juego de ingenio, un montaje sin reglas o un collage desorientado. Se puede producir un choque violento si es lo que queremos, o se puede desarmar a través de una idea de cordialidad universal. Yo pienso que hay que intentar leer lo que no ha sido escrito, eso provoca tensión y esa tensión es filosófica. No hay que ser cómplice del presente sino que para establecernos efectivamente en el presente debemos sostener una voluntad de desarticulación, de extrañamiento.
El impacto de una música con estas características no proviene de unas armonías justas puestas en el momento justo, no proviene de este tipo de actualización. El impacto debe ser más radical y consistir en una profunda modificación de la relación entre la melodía y el acompañamiento. Como dos estratos que persisten con cierta obcecación de manera no convencionalmente unificada.
Esta disyunción altera el ritmo, produce una rítmica compleja, desplaza los acentos y los estratos se mantienen en conflicto del principio al fin. Entonces, estratificación (es decir superposición imperturbable de estratos que perceptivamente no se tocan) y desplazamiento (es decir trasladar a contextos distintos, a menudo opuestos, una misma personalidad interpretativa) son, entonces, un principio general en la intervención que intento hacer en la música popular argentina. Y el efecto de persistencia de esos principios no tiene que ver sólo con la reiteración de ciertas figuras del acompañamiento sino también con la consecuencia de un tono lírico mantenido con firmeza.
De este modo, en el procedimiento que aún en forma inexperta y exploratoria he recorrido, puedo percibir los mismos problemas de la relación de la cultura presente o actual con el tiempo, con el legado arcaico de las sociedades. Es decir la relación de la obra artística con la tradición. Tal cuestión coloca en escena los dilemas, entre otros, del intérprete, el compositor, las interpretaciones. Toda intervención crítica en la vida cotidiana o en los legados populares tiene su correlato en el plano del arte y de la crítica estética. Este es un debate crucial sobre dónde situar la crítica y qué hacer no solo con el legado de la tradición sino, también, con la vida popular en sus expresiones artísticas.
El problema es: ¿qué pasa con un artista hoy que se plantea un diálogo sin fronteras pero con territorio?, ¿cuál es nuestro territorio? Nuevamente, el problema de Cosquín y el nombre de Atahualpa. Nuestro territorio no es un mandato que devenga de una esencia, se reelabora, se reescribe siempre. Un territorio siempre tiene una cultura que es arcaica, pero esa cultura siempre tiene sentido desde preguntas actuales. Por eso no hay cultura sin presente y sin vida moderna y ésta no es nada si no interroga a las formas más antiguas de la cultura del territorio.
Esta es mi experiencia como música de un país inhospitalario para estos temas, un país en el que la vida intelectual ha sido incesantemente devaluada por tradiciones políticas que han dirimido sus conflictos a sangre y fuego. Un país también en el cual la vida popular está sometida al doble condicionamiento de una permanente alquimia autoritaria y un certificado de definitiva infertilidad extendido por los sectores intelectuales. Entre el autoritarismo que la reclama para ser su fundamentación última y el desprecio definitivo de los intelectuales que otrora la procuraron para su alianza transformadora, se debate la vida popular y artística en la Argentina.



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