Consideraciones sobre el arte público y su relación con la técnica y el espacio.
Por Félix Duque (1)
1.- El hombre como productor de Mundo.
Todo el mundo habla hoy, y con razón, de la técnica y de su gigantesca y planetaria difusión como tecnología. Y cabe preguntarse si, ante esta irrupción que todo lo penetra, puede tener sentido seguir hablando todavía de arte, o si éste se halla condenado a desaparecer, recogiéndose de un lado las grandes obras maestras del pasado en los museos y del otro absorbiendo el diseño y la publicidad los últimos restos de esa extraña colaboración ancestral en la que un individuo -el artista- hablaba a otros individuos a través de una cosa sensible, cuando se trataba de una obra plástica, o bien escandía rítmicamente los tiempos para dejar paso a los sonidos del mundo -como en la música- o a movimientos metafóricos de sus pensamientos y sensaciones - como en la poesía-.
Sin embargo, y contemporáneamente a la expansión tecnológica, se va imponiendo cada vez con mayor fuerza otro arte, especialmente en el terreno de la plástica: el llamado arte público, llamado a cambiar radicalmente las viejas relaciones. Un arte por lo demás que, debido a sus dimensiones, a los materiales en él empleados y a su exigencia de participación activa del público, muestra una estrecha relación con la técnica.
Las consideraciones que siguen pretenden esclarecer algunos puntos de esta universal eclosión, no sin enlazarla empero con observaciones generales sobre lo que, al respecto, puedan seguir significando técnica, espacio y arte.
2.- Primacía de la técnica
Para comenzar, y yendo con el filósofo Martin Heidegger más allá de él y de sus intenciones explícitas (siempre ligadas a una estimación excesiva, a mi ver, del arte griego en parangón con un arte que él desestima por ser inobjetual e industrial), establezco la tesis siguiente: llamo técnica a la pro-ducción primordial (antropógena a la par que cosmogónica) de Mundo por parte del hombre. Una producción en la que, como acabo de señalar echando mano de los neologismos griegos, el hombre se reconoce a sí mismo como tal solamente cuando expone a la luz (tal el viejo sentido latino de pro-ducere y el germánico de Hervorbringung: poner ahí delante algo desde algo) Mundo, entendiendo por tal (como en el griego kósmos): ordenación, estructuración, armonía de caminos entrecruzados, apertura de vanos y vacíos.
Pero además, preciso es señalar ya desde el inicio que en esa pro-ducción se olvida por lo común el origen: aquello a partir de lo cual algo así como Mundo sale al encuentro del hombre. Propongo denominar a ese origen: Tierra, en el sentido que enseguida veremos. La colaboración de Hombre y Tierra para la producción de Mundo es, pues, la Técnica. Al respecto, el hombre no solamente está en camino en el Mundo (homo viator), sino que abre caminos en él, hace sitio y da lugar a vías inéditas, articulando la Tierra. Y a la vez, e indisolublemente, ésta pro-pone, hostil o propicia, lo denso y lo sutil (para abrirse paso), lo oscuro y lo claro (para los ojos), lo dúctil y lo duro (para la mano y la boca); en suma: los materiales que, una vez abiertos, separados y hábilmente entreverados y entrecruzados, serán identificados como cosas según su forma, colocando las cosas en su sitio dentro de un entramado de medidas. En este sentido, el término castellano colocación apunta muy bien a esta copertenencia de hombre y tierra para la producción de mundo. No sólo están las cosas colocadas, en el sentido de que guardan relación de lejanía, proximidad o contigüidad unas con otras -todas ellas referidas al ahí del existente humano-, sino sobre todo en cuanto que sus lugares respectivos surgen de una colaboración primigenia entre la iniciativa extática del ser-hombre (consistente en estar siempre ahí afuera, arrojado al mundo) y la opacidad estática del ser-tierra (un ser siempre vuelto hacia dentro, ensimismado). Hombre y tierra sólo existen, sólo se dan como maneras (una bella metáfora cristalizada, que recuerda la función primordial de la mano). No existe ni ha existido jamás algo así como Hombre sin más, o Tierra como materia prima. Ya el término mismo "materia" (proceda de madera o de madre) implica que se trata del extremo de una relación interactiva, y no de algo existente de suyo. Pues incluso cuando decimos que la materia es ajena al hombre o independiente de éste estamos apuntando a una incitación para la acción de apropiación o de rechazo, de acogida o de huida.
3.- El espacio y la roza
Tras estas primeras consideraciones, es preciso señalar que eso que llamamos comúnmente espacio es siempre la abstracción de un conjunto de actividades técnicas. Como señala Heidegger en su conocida conferencia El arte y el espacio, éste, el espacio, no es jamás primariamente un contenedor omnímodamente abarcante, ya provenga de una exposición fenoménica de Dios (como el sensorium newtoniano) o sea una forma de la sensibilidad humana (como en la intuición pura kantiana). El espacio surge siempre y en primer lugar al espaciar, al abrir caminos en la tierra. El término utilizado al respecto por Heidegger es roden, en castellano: roza: el dar lugar y el despejar caminos, colocando. Lo cual implica desde luego algo capital, pero ausente de la meditación heideggeriana, a saber: que abrir sitios para el habitar (para el cultivar, para edificar ciudades, para separar y acotar lugares sagrados, distinguiéndolos de lo profano, o bien -en el ámbito de la secularización actual- para distinguir lo público y lo privado), que ese dar lugar sólo tiene sentido desplazando, arrumbando e incluso aniquilando lo previamente situado en un lugar, y que ahora resulta abierto, rasgado por la acción técnica.
El espacio conlleva así inexorablemente un sentido de agresión y hasta de injusticia con respecto a los seres de la tierra y también, desde luego, con respecto a otros hombres. Las primeras manifestaciones míticas del espacio ponen palmariamente de relieve esta agresividad. La lucha entre los Titanes y los Olímpicos, por caso, narrada admirablemente por Hesíodo en su Teogonía, establece por vez primera regiones del espacio. Y la promesa de Yavé de otorgar la Tierra Prometida al Pueblo Elegido implica la roza (originariamente: quemar y talar bosques y montes para dejar sitio al obrar comunal), ya no de vegetales y animales, sino también y sobre todo de los pueblos que poblaban Canaán (roza que hoy continúa desde luego en Palestina), precedida por el desgajamiento de Abrahán de su propia tierra: Ur de Caldea.
Como cabe apreciar, toda esta constelación está signada por dos características fundamentales a las que Heidegger no atiende: 1) la estrategia técnica para conectar históricamente encuentros azarosos es siempre colectiva, comunitaria; 2) esa estrategia está teñida, necesariamente y por principio, de violencia y exclusión. Ahora bien, toda comunidad que se arroga interiormente -esto es, mediante decretos o leyes de obligado cumplimiento- la administración de la violencia es una comunidad política. Y como veremos, el arte público es la manifestación señalada de este carácter político, y más: ideológico. Pero antes debemos volvernos a la significación del arte en cuanto tal.
4.- El arte como un dar lugar a la tierra
Si se permite la expresión, el arte es la flor envenenada de la técnica. O para decirlo menos poéticamente, aunque no quizá con menor rigor: usando términos hegelianos, cabe decir que para nosotros o en sí hay arte allí donde una obra desoculta tierra, a pesar de que el agente, para él mismo y según parece, siga considerándose un técnico. Y en cambio, una obra tiende a convertirse en nada más que producto técnico cuando la copertenencia hombre-tierra es vista en ella como si esa relación fuera externa y se diera entre dos entidades separadas: de un lado el hombre (el propietario y usuario) y del otro la naturaleza (que se resiste a ser poseída, y debe ser por tanto forzada a ello, más por engaño que por violencia), con lo que ambos se integran en el producto acabado, excluyéndose de él como resto desechable tanto al artífice como a la tierra.
¿Qué queremos decir con todo esto? Para empezar, que el arte y la técnica no necesitan desde luego estar concentrados ni en ámbitos ni en cosas distintas a lo usualmente denominado como técnico (o a lo sedicentemente natural), lo cual explica el aparente misterio de que para nosotros o en sí haya habido -sobre todo en el mundo premoderno, mas también hoy- arte en muchas obras que ni los hombres de entonces consideraban una obra de arte (no sabrían siquiera qué pudiera significar esa expresión) ni nosotros mismos podemos tener por una obra exclusivamente artística. Puede haber arte en una obra sin que ella sea arte, sin más (piénsese en los templos griegos o en las catedrales góticas; mas también en un humilde vaso de bon de vino).
En la obra comparece de un lado el esfuerzo de un hombre (y por ende, de un pueblo) por dejar una huella viva de sus aspiraciones y deseos, de sus temores y esperanzas, o sea de sus tradiciones pasadas y de sus proyectos futuros, mientras que el respecto técnico de esa misma obra sólo vale para el presente, acabado el cual la obra -en cuanto producto u objeto de uso o de cambio- es ya inútil: está muerta y sólo es digna a lo más de figurar en un museo como bien cultural del pasado. Eso significa, por demás, que el respecto artístico de una obra viene siempre a destiempo, y más: se presenta a veces como algo intempestivo, como un verdadero contra-tiempo. Hablando estrictamente, hay arte en el presente, pero no arte del presente. De ahí la tentación de tomar al arte por algo intemporal, por una imagen sensible de lo eterno. Por el contrario, ese residuo (más intempestivo que extemporáneo), ese resto -quizá inapreciable o despreciable para el hombre o el pueblo que produjo la obra- instaura la extaticidad del arte. Nosotros leemos en la obra, entre líneas (eso es inteligir), esa extaticidad, ese estar fuera de sí del artista, arrojado como está en lo que de símbolo (de symbállein: arrojarse una fuerza contra otra hasta compenetrarse) hay en la obra. Pero, precisamente por ello, esa extaticidad configura por su parte la conjunción artística, puesto que la actividad del artista está en los materiales para sacarles los colores, para hacer resaltar la indisponibilidad de la tierra justamente cuando mezcla sabiamente los colores o talla hábilmente la piedra.
En una palabra, que espero no resulte ya esotérica: en el arte salen al encuentro, se desocultan dos ocultamientos: 1) el de la actividad humana, empeñada en luchar contra la muerte, no a pesar, sino porque el hombre se sabe mortal, 2) el de la retracción térrea por escapar también a lo que constituiría su muerte por consunción, esto es: a estarse quieta, causa en sí, sin relación con el hombre. Es siempre demasiado tarde para captar esa actividad en el arte y como arte. Cuando intentamos esa captación, la técnica oculta a la tierra y la convierte en blanda, disponible, insípida materia. Pero no es tarde simplemente porque el artista haya dejado ya su actividad plasmada en la obra, sino porque a través de su saber-hacer pasa silente la mortalidad, ese puente sobrecogedor entre pasado y futuro que se niega a hacer acto de presencia. También es siempre demasiado pronto para captar la retracción invisible de la tierra. Cuando intentamos aferrar esa fuga, lo único que permanece en nuestras manos es lo natural, algo que en apariencia nada tiene que ver con el hombre. Por eso, sólo en el arte se proyecta el hombre en y hacia la tierra a la vez que, en correspondencia y réplica, ésta se retira, deyectándose en el quehacer humano. En el arte, hombre y tierra están siempre in partibus infidelium: el arte sólo es cuando cada movimiento (2) se entrega al otro, dejando de ser él para que el otro sea. Identidad efímera, nunca presente, cruzada de alteridades contrapuestas. Si es verdad que, según Heidegger, la metafísica ha estado constantemente regida por el ideal de la presencia constante, entonces no hay nada más antimetafísico que el arte. Por ello no es extraño que la filosofía (al menos, la de corte tradicional) y el arte hayan estado siempre reñidos, a la greña.
¿Cómo apreciar entonces la cualidad, la calidad de algo que pretende ser considerado como arte? Obviamente, por la capacidad de la obra para diseminar lo térreo, para dejar que se manifieste lo sensible en cuanto que sensible, o sea en cuanto que indisponible a la acción técnica que, sin embargo, está en el corazón de esa misma obra. La calidad de una obra depende de que ésta haga brillar, al instante, la caducidad de las cosas y la mortalidad de los hombres, junto con el esfuerzo del hombre por arrancarse técnicamente a ese vértigo. La obra de arte es perenne, sí: pero en absoluto se trata de una copia o resplandor sensible de la eternidad (sepa Dios qué es eso), sino de la guarda de lo efímero, como ya Baudelaire alcanzó a entrever, ese artista que despreció jovialmente el aura, tanto del artista como de la obra.
Brevemente analizados pues qué puedan ser la técnica, el espacio y el arte, preciso es ahora afrontar el objetivo al que esos análisis tendían: dilucidar ese fenómeno actual denominado arte público. Pero para ello debemos entrever también qué pueda significar esa expresión, tan mostrenca, y tan poco pensada, de público.
5.- El público y el arte
Toda obra de arte está destinada a la contemplación. La obra es, por así decir, extática. Hombre y tierra de consuno se entregan al espectador en la cosa trabajada por el artista. Ante ella, el espectador puede sentirse conmovido, admirado, aterrado, y toda la panoplia de emociones que se quiera. Ahora bien, toda contemplación se da en un espacio. Y éste no es jamás meramente físico, sino que puede dar lugar a la conexión, o puede ocultarla, al desviar la atención hacia valores más pragmáticos, diríamos. Es evidente que una de las razones que han movido a muchos artistas actuales a dedicarse al arte público consiste justamente en evitar en lo posible el carácter venal, mercantil de su obra, destinada a tesaurizar el prestigio de su propietario (antes, el noble o el clérigo; ahora, el gran burgués). Se trata en suma de arrancar al arte de la contemplación privada, para ofrecerla al público.
Sólo que no sabemos aún qué pueda ser eso del público. Pero sí entendemos el hecho de que algo sea público, o sea: que esté a la libre disposición de todos por hallarse en un lugar abierto (sea urbano o campestre), o por lo menos que sea accesible a aquellos que puedan permitirse el pago de una (módica) entrada para ver un espectáculo. El público es pues el sujeto de lo público. Pero, según estos términos de sentido común, el público es entonces un sujeto anónimo, colectivo e indiferenciado. El se limita a atender a lo que le echen, como si se tratase de un alimento más o menos espiritual. Claro está que esa mostrenca definición (añadida al símil de la nutrición casi animal) deja ver enseguida un rasgo poco gratificante, a saber: la absoluta pasividad del público. Es verdad que éste puede, aconsejado por los críticos, no asistir por ejemplo a una exposición o a un teatro; pero entonces no hace sino sustituir una posible pasividad futura por una real pasividad previa: la emanada de su confianza en los configuradores de la opinión pública. También puede manifestar su aquiescencia aplaudiendo al final de la función o comentando después lo bien que se lo pasó admirando unos cuadros o escuchando un concierto. O viceversa, puede patear o marcharse del lugar público en el que se encontraba. Pero, en todos esos casos, él no participa en el proceso artístico: se limita ex post factum a señalar su favor o su rechazo. Cabe entonces la sospecha de que el carácter plástico de las obras, o sea la capacidad moderna de moldear ad libitum una materia dócil, se extienda igualmente al espectador.
Por ello, no hace falta ser de estricta observancia marxista para observar hasta qué punto puede ser manipulada ideológicamente una obra de arte sedicentemente pública, a fin de lograr a su través una aquiescencia (o un rechazo) al poder establecido. Claro está que la antítesis extrema de este peligro resulta igualmente nociva para la existencia del arte público. Pues esta otra interpretación vería en efecto a toda manifestación artística como destinada a una elite o, al extremo, a un individuo señalado, de manera que lo que llamamos público o bien estaría por entero fuera del circuito del arte (lo que consume como tal no es sino bazofia, la degradación -por imitación y divulgación- del arte au grand style), o bien haría que todos y cada uno de los espectadores fuera tal individuo entendido y hasta, a su manera, artista él mismo. En esta disyuntiva se entrecruzan el romántico hiperliberal, diríamos, y, paradójicamente, el teórico marxista, el cual sueña con que, en la sociedad comunista, los puestos del creador y del espectador serían absolutamente intercambiables en el individuo total, en el universal concreto del fin de los tiempos.
Estos dos extremos: por un lado el de la manipulación política del público, y por otro el de la desaparición de éste de la esfera artística (sea porque sólo unos pocos entienden y los demás consumen, o porque el público es ya una unidad distributiva de entendidos-fruidores) tienen su ejemplo y su modelo. Y los dos intentarán cubrir sus respectivas contradicciones: el primero, que podemos centrar en la utilización pro domo de lo clásico, porque en esa coyunda del artista y del político se insistirá en que ambos pretenden estar al servicio de un público ya formado gracias a la revolución (o a la reforma) política, y que, por ende sólo quieren dar espacio, hacer sitio a la manifestación de ese nuevo y libre ente colectivo; el segundo: el momento romántico, porque se escudará en su deseo de romper esa mostrenca universalidad colectiva del público mediante obras que necesitan, justamente, de ese público zafio como materia bruta a partir de la cual crear individuos libres. El primer modelo parte pues de individuos (que ya han sido con todo semifabricados como público político) para luego hacerlos pasar al elevado estadio de público artístico. El segundo, de un público adocenado, de las masas para convertirlas plásticamente en buenos receptores supuestamente individuales, y hasta en emuladores creativos. En ambos casos, empero, el público sigue estando sujeto a algo externo (que obra, claro está, por su bien), ya sea el Estado (las instituciones públicas, precisamente) o el Artista (el Midas de la privacidad, que pretende convertir en privado: o sea, en sujeto activo, individual e intransferible, a todo lo que él moldea). Arte para el público, pues, y no arte público.
La cumplimentación del primer modelo se dará en el neoclasicismo, triunfante por lo pronto en la revolución norteamericana (disfrazada de guerra colonial) de 1776 y, en seguida, en la Francia revolucionaria de 1789. Se procede aquí a una suerte de geometrización política de la flamante Nation, representada en colosales monumentos públicos (erigidos por así decir de arriba abajo), en los que el citoyen pueda leer la grandeza republicana de la que él forma parte y en la que, a la vez, queda como capitidisminuido: la Nación lo es todo, y el individuo debe estar dispuesto a sacrificarse abnegadamente por esa nueva Vida colectiva. De ahí el tamaño sublime de los edificios neoclásicos. Más que Roma, el modelo seguido por los grandes proyectos arquitectónicos de la época (precisamente por su tamaño y lo costoso de su realización no pasaron muchos del estadio de proyecto o plano, como en el caso ejemplar de Boullée) es tanto Egipto (piénsese en la escenografía de Schinkel para La flauta mágica) como una robusta -y algo tosca- Grecia preclásica, cuyo paradigma serían los templos de Paestum, puestos de nuevo a la luz por nuestro buen rey Carlos III (a la sazón, soberano de Nápoles), gracias al drenaje de las marismas y ciénagas en que estaban sepultados (¡de nuevo, la roza!).
5.1.- Utilización patriótica del arte para el público
Quizá el ejemplo más logrado de este colosalismo patriótico sea el Mall de Washington, en el que los ciudadanos de Estados Unidos ven reflejado aquí en la tierra el orden cósmico gracias a su largo rectángulo ajardinado, en el que nosotros podemos ver una fusión -quizá inconsciente- de las avenidas sagradas de Luxor o de Teotihuacán y de los jardines reales de Versalles y de Schönbrunn, en Viena: un espacio propio para las grandes manifestaciones y concentraciones patrias.
En el centro de este área sagrada -por secularizada que esté- y cósmica (3) se alza en fin el monumento a Washington, el célebre Obelisco de 555 pies de altura (casi 120 metros), erigido a imitación -desmesurada- del icono heliocéntrico egipcio: como si todos los demás monumentos fueran planetas que giraran alrededor de ese rayo solar petrificado. El gigantesco obelisco - construido tardíamente, entre 1848 y 1884- es el único monumento que, en relación al Mall (y a la entera ciudad), no está orientado ni tampoco apunta hacia ningún punto cardinal: eje vertical de la ciudad y del Imperio, prolongación lineal del punto cenital celeste, estable, macizo y soberbio en su desnudez, ninguna escritura recuerda los hechos del héroe en cuyo honor fue alzado (al contrario de los Memorials dedicados a Lincoln y a Jefferson), ninguna inscripción ni dibujo rasga su piel de mármol. Precisamente por centrar el nuevo espacio político, el Washington Monument expele direcciones sin absorber ninguna, en espléndido aislamiento. Es bien significativo que apenas nadie se acerque a contemplarlo de cerca (¿qué sentido tendría ello?) ni se celebren manifestaciones en torno a su base.
En el Mall washingtoniano no hay viviendas, salvo que entendamos por tales la eterna morada de las efigies de los semidioses Lincoln (meditabundo, como un héroe sufriente surgido de los cantos de Ossián) y Jefferson (el laico razonador jovial, como si fuera un descendiente de Atenea); o bien, al otro extremo, el refugio de los homeless que aprovechan las esculturas de los laterales de la avenida para establecer allí -en vívido contraste postmoderno- su guarida nocturna. ¿Quién es entonces el usufructuario de la vasta apertura del Mall, esa inmensa corte vacía (recortada en efecto por los edificios y las líneas de árboles) cuyas dimensiones hacen imposible el paseo, al contrario de lo que sucede en las Tuileries parisinas, en el Unter den Linden berlinés o -en otros tiempos- en el Paseo del Prado madrileño? Todo el conjunto recuerda a un inmenso catafalco (4), como si se tratara del plano rectangular de un sepulcro proyectado para un gigante muerto que nunca yacerá en ese lugar. Como si fuese un sepulcro vacío, al aire: pura superficie, centrada por el Obelisco: estaca solar que quisiera clavarse en el corazón del difunto, si éste existiera. Ese gigante (que prefiere no existir a ocupar el sepulcro a él destinado) es el Dios medieval y, todavía, barroco. No hay ninguna iglesia en el Mall de Washington, que podríamos comparar también con el vaciado de un vasto templo de planta basilical, sin más paredes que la arboleda, sin otra techumbre que el cielo, sin más nave que el césped, sin más altar que el Obelisco. ¿Quién ocupa ahora su lugar? We, the People: un sujeto colectivo y anónimo, que sólo existe si es reunido en concentraciones masivas. Todo el Mall es entonces -permítaseme una nueva comparación- como un aéreo monumento al ciudadano desconocido. The People no es el pueblo, bien estructurado según las relaciones de producción capitalistas, sino el gentío, o sea: el público, una encarnación móvil (movida como está en efecto por emociones y pasiones, más que por razones) del espacio político, una subjetivización del término neutro: lo público.
Al respecto, lo verdaderamente significativo es que todo ese tinglado político-artístico rara vez ha funcionado. Al contrario de las Fiestas francesas de lHumanité, al contrario también de las concentraciones de masas del fascismo, el público fantasmal norteamericano sólo en escasas ocasiones (por ejemplo, al final de la Segunda Guerra Mundial) ha llenado el espacio que los poderes públicos habían destinado para él. Al contrario, ese público está hoy dividido y organizado como turismo por los tour operadores (sin ellos, se perdería), o bien se desboca, tumultuoso, en airadas manifestaciones colectivas (como en la Guerra del Vietnam o en las concentraciones de la gente de color -seamos políticamente correctos), dirigidas precisamente contra ese abstracto Poder que preparó el espacio político para ver encarnada en él su gloria, y que ahora ha caído en su propia trampa (aunque quizá no sea la cosa tan trágica: es necesario que la gente se desahogue, que haya movimiento para introducir cautas enmiendas en la Constitución: sustitución laica del Dios relojero newtoniano).
¿Es éste un arte público? Ciertamente, no. Es un arte diseñado para uso público, o mejor: para que haya público. Sólo que ese mismo público se niega a ocupar ese lecho de Procusto, salvo para protestar en el espacio abierto, y tan artísticamente dispuesto, por el Poder democrático. El pueblo ha sido desplazado ideológicamente por un fantasma. Y ya sabemos que los fantasmas no existen, salvo cuando aterrorizan, cuando amenazan con hacer saltar por los aires el orden establecido.
5.2.- Pero, ¿hubo alguna vez un individuo?
¿Dónde está entonces, cuál es el lugar del público de verdad? Ese lugar es el hogar privado. La operación anterior, neoclásica e imperial, fue un fracaso porque, siguiendo las normas de la Máquina tecnocientífica y de la maquinaria estatal, pretendía crear desde arriba, desde decretos emanados de la Constitución y llevados a cabo por comisiones oficiales, al sujeto nacional y masivo, haciendo como si no supiera que ese sujeto estaba ya internamente configurado y estructurado por las leyes capitalistas del Mercado Libre: sujeto en efecto a ellas. El Mall, y el espacio que ejemplarmente representa, constituye a este respecto una magnífica contradictio in terminis, porque el Poder que lo construye emana -dicho sea anacrónicamente- de la lucha por la existencia sociodarwinista, de la concurrencia feroz entre individuos y Corporations privadas, mientras que, al mismo tiempo, ese mismo Poder pretende ocultar todo conflicto aireando la leyenda: E pluribus unum, mediante la idea de la Nación única e indivisible (formada paradójicamente por Estados federales y, por ende, relativamente autónomos), por la que todos, en general, debieran estar dispuestos a verter generosamente su sangre a fin de que levante el vuelo, orgullosa, el águila americana (autóctona, dicen los entendidos), con sus rayos jupiterinos y todo. Sólo que en Norteamérica no existe algo así como "todos, en general". Ese presunto público (en verdad, un espectro) es la intencionada máscara con la que el Poder liberal-capitalista oculta la lucha de intereses económicos, de razas, etnias y orientaciones sexuales que agita y da sabor al melting pot americano (en ocasiones, más cerca del pot pourri: nuestra "olla podrida").
El individuo surgirá de ese desengaño respecto a la flamante alma colectiva prometida: un alma, primero, nacional y republicana; y luego, aparentemente en poco tiempo, universal -sólo haría falta entablar la batalla final, el Armagedón laico-, reunida como estaría pacíficamente la Humanidad, reconciliada con las potencias de la tierra y del cielo mediante el abrazo de un nuevo "Mesías de mil miembros", como soñara Novalis en La Cristiandad o Europa (1799), en torno a las mesas ya de antiguo preparadas para celebrar la Fiesta de la Paz (la Friedensfeier del himno hölderliniano, también de 1799): después de la revolución política habría de llegar, pues, la Revolución Sagrada preconizada por esos poetas, y también por Schleiermacher y Friedrich Schlegel. O al menos, nos encaminaríamos a la paz perpetua avizorada por Kant ya en 1784 (¡antes de la Revolución!) gracias a la implantación de una Weltrepublik, de una república mundial, luego rebajada (¡tras el Terror!) a una mera Confederación de Pueblos Libres.
5.3.- El individuo y el público
Sea como fuere, no cabe duda de que los epígonos del romanticismo (piénsese en Xavier de Montepin o en Alejandro Dumas, hijo) contribuyeron en gran medida a la generalización del individuo. De ahí nació la ideología (fecunda, con todo, y eficaz para frenar las tentaciones colectivistas del socialismo, como hicieran Heine o Stirner con Marx) relativa a esa fantástica entidad refugiada en el fondo de un alma emotiva y apasionada, conectada sentimental y empáticamente con almas afines.
Así las cosas, ¿podemos contestar ya a la pregunta de quién o qué es el público, esa cosa neutra a la que tantas vueltas hemos venido dando? Arriesgaré una respuesta: el público no es ni el individuo, altiva y un poco patéticamente aislado, ni el ciudadano burgués que cumple satisfactoriamente con todas sus obligaciones sociales, sino la encrucijada de ambos movimientos contrapuestos, que forman así una X: la incógnita representada por ese doble que (como nuestro Fausto) nunca está en lo que está, que se halla siempre fuera de lugar, en territorio enemigo, siempre in partibus infidelium, incapaz de mirar sin terror su cerrada individualidad, incapaz de protestar también ante la distribución de funciones a la que la vida social le obliga. Andando el tiempo, este mismo público estará formado por hombres que se conmueven hasta el llanto oyendo Lieder de Schubert cuando toca: en la sala de conciertos o en el salón burgués, y a los que no les tiembla la mano para reprimir por la fuerza pública una huelga en su fábrica, también cuando toca (o más aún, para expedir una partida de judíos a un campo de concentración, como denunciará eficazmente Hannah Arendt). El público, el público verdadero, es un peligroso campo de tensiones, y no la multitud gris y uniforme que habría de llenar, jubilosa, el ancho espacio del Mall de Washington, ni tampoco la masa fascista, esa materia prima henchida de emociones y falta de razones, lista para ser moldeada por el genial Artista de la política, como soñara Mussolini. Menos aún constituye público el hombre nuevo socialista, higiénica y racialmente mejorado corporalmente por la eugenesia y espiritualmente configurado por la obediencia -consentida y con sentido- a las leyes inmutables del materialismo.
6.- Por fin, el arte público
Pues bien, el arte público es la exposición simbólica de esa encrucijada, de ese límite dual, a la vez individual y colectivo. No es un arte para el público ni del público, sino un arte que toma como objeto de estudio al público mismo, a la vez que pretende elevar a ese público a sujeto consciente y responsable, no sólo de sus actos (último refugio ético del buen burgués), sino de los actos cometidos por otros contra otros: porque él mismo, el público, ha de saber (algunos lo saben ya, al menos desde Baudelaire y Rimbaud) que yo es otro. No mis circunstancias, sino el corazón rajado de un sí mismo irremediablemente social.
El arte público no configura, según esto, un nuevo y más justo espacio político, sino que pone en entredicho todo espacio político, ya sea en una suerte de revelatio sub contrario, al poner de manifiesto la enfermedad social justamente cuando el hipermoderno hombre dual intenta evadirse de ella divirtiéndose, por caso, en un parque temático (en grotesca popularización tecnológica de la ensoñación romántica), ya sea en cambio por luchar obstinadamente contra los espacios destinados oficialmente al público dentro de esos mismos espacios, poniéndolos literalmente en ridículo con sus obras (como en el movimiento pop, en el minimal y en el land art), o bien por mostrar sibilinamente la contradicción de la modernidad, introduciendo en ella callada, doloridamente, las voces de los muertos por una patria que cree honrarlos mediante un monumento fúnebre, el cual, con su sola presencia, denuncia precisamente esas honras.
Es preciso constatar un hecho: el arte público tiende hoy cada vez con mayor fuerza a apoderarse de todo el ámbito artístico (o sea, a identificar asintóticamente arte público y arte actual), de manera que las obras destinadas a museos, coleccionistas (obras que se hallan de paso en la estación llamada "Galería de Arte"), salas de conciertos, teatros o cinematógrafos empiezan a ser vistas como cosa del pasado. O bien, si se trata de novedosas obras de encargo, son soportadas más o menos estoicamente por un público que oscila entre la indignación y la mofa (viendo en esos encargos la intromisión del Poder -estatal o empresarial- en sus gustos, ya bien afianzados tras tanta historia del arte), la comprensión un tanto cínica (al fin, se dice el espectador, tiene que seguir habiendo artistas, que de algo tienen que vivir) y, por último, la necesidad de distinguir y adornar el hogar privado con lo más novedoso (por ininteligible que resulte: basta que haga juego), en la esperanza de que la compra represente una buena inversión futura (más para realzar la obra como signo de alto nivel de vida que para venderla).
¿A qué es debido este generalizado fenómeno de arrumbamiento del arte tradicional, el cual ha llegado al punto de ser visto -contra la propia definición del arte, que implica una receptibilidad pública- como arte privado? En primer lugar, a mi ver, esta retirada -casi desbandada- se debe a la expansión planetaria del Mercado, que ha invadido la esfera cultural -antes tan elitista- de tal modo que a nadie le extraña oír hablar ya de industria cultural (analizada por Benjamin o Adorno, entre otros) o de sociedad del espectáculo (término popularizado como es sabido por Guy Débord y noción analizada en profundidad por Jean Baudrillard), y también -con toda naturalidad- del Mercado del Arte, o sea: de la obra de arte entendida como producto mercantil, todavía rodeada de un aura que no proviene ya de su significado ideal o de su calidad intrínseca, sino del privilegio de que un individuo, una empresa o un sector del público sean los primeros en contemplarla, antes de su difusión masiva. Ahora son esos afortunados los que colocan sobre la obra una efímera aureola, que ella perderá en cuanto sea vista por la gente.
Por otra parte, ese mismo Mercado -obedeciendo desde luego a las presiones y gustos del público- ha contribuido a difuminar las fronteras entre el arte, el diseño y la publicidad. Por eso hay todavía artistas que pretenden huir de esta commodification de sus obras, saboteando por así decir lo que el público entiende por arte, e impidiendo por el tamaño, la ubicación, los materiales y la función (o mejor, disfunción de la cotidianeidad) de esas obras su compraventa. De esta inquietud subjetiva del artista ante este universal cambalache proviene de un lado buena parte de las obras de arte público actual (permítaseme la redundancia).
En todo caso, como se ve, una de las líneas que llevan al arte público proviene de la individualidad romántica, que lleva lo merveilleux hasta la extravagancia, bien para protestar contra el circuito de producción y consumo del arte establecido y repetido ad nauseam, bien para defender a los sin voz, prestándoles la propia. Recuérdense sin más Los miserables, de Victor Hugo, y su larguísima progenie, oscilante entre el elitismo del artista apiadado por los sufridores y el populismo -más o menos comprometido- de los murales mexicanos o del realismo socialista, que pinta en las paredes del Poder al pueblo -sublimado- oprimido por aquél (al igual que en las mansiones inglesas se colgaban los trofeos de caza).
6.1.- Decadencia del monumento
Como es fácil sospechar, la otra línea proviene de la divulgación de la grandeur estatal. Una grandeza que, como ocurrió con la mercantilización del arte, se ha ido debilitando hasta convertirse en kitsch (según consideramos hoy al gigantesco decorado vacío del Mall washingtoniano). El arte monumental, que centraba los grandes espacios públicos, ha pasado a la historia, enquistado en nuestras ciudades como un resto del pasado. Los monumentos cumplían, en efecto, dos funciones, hoy casi periclitadas:
1) Permitían que el público se reuniera en su torno, en cuanto creadores de un espacio abierto por ellos, dado que su emplazamiento configuraba por lo común, naturalmente, una plaza; o bien estaban ubicados en jardines y parques, conjuntando así las glorias de la historia patria con una naturaleza dominada y estructurada, como símbolo de la dominación general de la urbe sobre el territorio; en una palabra, los monumentos (y con ellos las plazas, los jardines y los parques) formaban parte de un triple modo de espaciar, de hacer sitio público y de hacerle sitio al público: 1) un vacío, abierto para todos como lugar de esparcimiento, 2) delimitado por lo volumétricamente lleno -pero racionalmente ahuecado-: los edificios y locales de uso colectivo (oficiales o en manos privadas, pero al servicio del público, aunque restringiendo y parcelando a éste según funciones), y 3) líneas de conexión: la red viaria. Aparte de ello, como puntos atractivos y, por ende, impenetrables de fuera a dentro (están protegidos legalmente contra el allanamiento de morada) y a la vez como idealizadas esferas repelentes de dentro a fuera (pero ubicadas de hecho cada vez más en edificios funcionales construidos según el modelo de la empresa), se hallan los hogares o viviendas: el sacrosanto refugio individual y familiar. Esta geometría urbana era bien sencilla: se acotaban para el ocio ciertos espacios protegidos de la ciudad o su entorno, como nexo inmóvil de unión entre el externo movimiento viario y la interna actividad religiosa, oficial, comercial, industrial y de entertainment (el respecto público que estaba al servicio de la producción mercantil y de la reproducción ideológica) por una parte, y los hogares privados por otra. Así, dentro de la neta distinción entre lo público y lo privado, los monumentos y los espacios que ellos marcaban constituían por así decir la condición de posibilidad de manifestación del pueblo en general, sin más determinación (algo así como el ser hegeliano, es decir: nada: sólo una pausa, un hueco en el trabajo productivo o un vacío para ser llenado por las capas improductivas; llenado, a saber, al menos por su propia e inservible presencia corporal).
2) Los monumentos y sus espacios estaban proyectados también de acuerdo a un idealizado orden temporal, histórico: enlazaban el pasado y el presente, convirtiéndose así en una suerte de aide-mémoire colectiva (y recordando de paso que los actuales gobernantes se sentían herederos legítimos de las efigies y símbolos allí representados), dando así a la nación sus señas (más bien míticas) de identidad y casi eternizándola, como si el tiempo no pasara para ella, y sí para las generaciones, que se veían ya de antemano inscritas, protegidas dentro de esa historia congelada, permanente (a veces, tanto la plaza como el monumento aluden directamente a una fecha: p.e., la plaza del Dos de Mayo, de Madrid). Normalmente se alzaban esos monumentos sobre pedestales en los que los ciudadanos podían leer el nombre y las hazañas (con sus fechas) del homenajeado, el cual era también por lo normal un egregio militar montado a caballo (señal de dominación racional sobre la fuerza bruta, ella misma simbolizada por un noble bruto), un estadista o incluso -como graciosa concesión del Poder- un artista plástico o un literato. Por lo demás, este arte mimético no hacía por lo común sino proyectar a gran escala (king-size, larger-than-life, según la plástica expresión inglesa) y poner de puertas afuera el arte del museo, reconvirtiendo a veces la pintura en escultura. Arte, pues, de edificación, de conversión del tiempo fugitivo en espacio sólido, coagulado.
Como antes apunté, esas dos funciones están dejando de tener sentido. La primera, relativa al espacio social, porque el crecimiento vertiginoso del sector de servicios en la ciudad y el desmesurado desbordamiento de ésta fuera del casco urbano exige la utilización de todo espacio libre disponible para integrarlo en la red viaria, de modo que ahora los monumentos quedan en el mejor de los casos ahogados en medio del tráfico, sirviendo los espacios por ellos delimitados de islas o rotondas para facilitar los cambios de sentido (véase -desde el coche- la estatua ecuestre del Marqués del Duero, en el Paseo de la Castellana de Madrid). Naturalmente, sigue y seguirá habiendo todavía monumentos esparcidos por los jardines y parques públicos, pero apenas si cumplen ya una función subordinada de puntos de referencia. La guarda decimonónica -y con esto paso a la segunda función- de la memoria de la identidad nacional: de la historia y sus gestas, estaba ya dejando rápidamente de tener sentido desde los años sesenta, dada por una parte la creciente uniformización del International Style -con la consiguiente destrucción de los edificios históricos que enmarcaban plazas y jardines- y por otra (un fenómeno concomitante) la irrupción de oficinas y empresas multinacionales en el casco histórico, cuyos empleados y ejecutivos conocen desde luego mejor los referentes culturales provenientes de la casa madre que a los próceres de su país.
Quizá no sea tan escandaloso este estado de cosas como al pronto parece; al fin, el esquema urbano monumental obedece al mismo principio general que el hipermoderno (sólo que antes la clase alta habitaba dentro de la ciudad, y ahora fuera): en ningún caso se ha proyectado el espacio público en función de las necesidades reales -digamos, higiénicas y corporales, de asueto- de los hombres que acuden a él, sino que su distribución, extensión y estructura responden a un programa de troquelación y parcelación de los espacios -y de los individuos que se mueven en él- según sistemas abstractos procedentes en última instancia de la organización científica, política y mercantil, que dicta a los hombres cuáles han de ser en cada caso sus hábitos de conducta, tanto en lo lleno (los edificios ahuecados) como en lo vacío (parques y jardines; lo único que nos va quedando: las plazas y hasta las aceras están desapareciendo de las ciudades de Norteamérica). La civilización del automóvil no precisa ya de esos espacios libres, porque las vías de circulación rápida y luego las autopistas conducen directamente al campo, a la zona residencial o a la parcela. Paralelamente a este fenómeno, la degradación de la vida pública dentro de la ciudad confiere una nueva función a parques y jardines: de día, refugio de viejos, parados y emigrantes clandestinos; al atardecer, lugar propicio para tender emboscadas a transeúntes despistados; de noche, campo abonado para la prostitución y la venta de drogas, y a la vez habitáculo de los homeless. No es extraño entonces que los monumentos que adornan esos lugares estén llenos de graffiti, y que sus alrededores compongan una buena ilustración -no artística- de la teoría de los residuos.
Tampoco es extraño que el concepto y la práctica del public art provengan de Norteamérica, que ha extendido al mundo civilizado ese modelo urbano (en correspondencia al dominio económico y político de las empresas multinacionales) con la misma franqueza y naturalidad con la que Roma tachonaba su imperio de ciudades quadratae o la Francia del Segundo Imperio exportaba al mundo las grandes vías radiales: los anchos bulevares y avenidas. Ahora bien, el actual modelo de desarrollo inmobiliario especulativo ha influido de tal modo en la producción del espacio mismo como mercancía que todo resulta ya tan absolutamente funcional como absolutamente estéril. A muchas aglomeraciones urbanas de Estados Unidos no les conviene ya siquiera ser tildadas de "ciudad", formadas como están por: rascacielos (conectados entre sí por postigos arriba, y por aparcamientos comunicados por túneles abajo), en la down-town; centros feriales y de convenciones, así como zonas residenciales -aisladas entre sí-, en las afueras; por strips comerciales o lúdicos (con el Strip por excelencia: el de Las Vegas), en las vías de conexión entre down-town y up-town; y grandes centros -casi miniciudades- conectados ganglionarmente a las autopistas: los malls (que hay que escribir ya con minúsculas y en plural). Esta creación de espacios, esta roza se repite por doquier, y así va desapareciendo todo sentido de lugar específico, afincado en la naturaleza (compárese esta geometría con la de las ciudades y pueblos de Suiza, por ejemplo). Si se está en un sitio o en otro, ello depende exclusivamente del día (de trabajo o de fiesta), la hora (según la jornada laboral) y la función (según trabaje en el interior del edificio o sea un ejecutivo go-between, siempre unterwegs). Y desde luego da igual estar en una ciudad o en otra: la tan cantada movilización social podrá favorecer a la empresa; pero a la gente le parece que no se ha movido de su sitio, tan insípido como cualquier otro: nomadismo como piétiner sur place (los americanos tienen un buen término para designar ese vacío: placelessness). Con un poco de ironía, podría decirse que a esta situación de planificación absoluta de los espacios, de este juego de lo lleno y lo vacío donde -por fin- hay público en general y consenso formal (todos van allí a comprar o a mirar cómo lo hacen los demás), le corresponde perfectamente el ideal habermasiano del diálogo libre de dominación.
Pues bien, el arte kitsch sirve a esa idea de consenso civilizado y de limpieza de todo espacio, para ocultar el carácter políticamente violento de todo dar lugar. Mientras que el arte genuino atiende a la callada y latente función de la tierra y a su opaca labor de constante devastación y creación de superficies y formas, como un antiguo y perenne oleaje, el kitsch intenta por todo los medios ocultar justamente todo eso. Pretende purificar a la naturaleza y a las manifestaciones artísticas de todo rastro de tierra, poniendo ambas regiones a disposición del usufructuario. Eso es kitsch: consumo de simulacros como si ellos representasen las maravillas del mundo. Más que de imitación, habría que hablar en este caso de usurpación.
7.- El arte de la tierra
Por el contrario, la obra de arte muestra, dentro del quehacer técnico, el sinsentido último de éste, a saber: la pretensión humana, demasiado humana, de habitar para siempre y en paz la tierra. Y el arte público extiende esta labor de Sísifo al público mismo, tomándolo como tema ejemplar de su meditación, sacando a la luz el espacio político en el que aquél se inscribe e intentado romperlo, desarticularlo y recomponerlo de mil maneras, para que en el público resurjan conciencia y memoria: para que recapacite sobre su situación social y haga memoria de su condición humana. O sea: para que deje de ser público en general (justo lo pretendido, primero, por el Estado-Nación; y luego, por la industria tecnológica del espectáculo, que promueve la creación de parques temáticos como paradójicos exitantes - sedantes). De ahí la resistencia que la gente suele ofrecer a un arte que intenta conmocionar la seguridad mostrenca de su existencia.
Y de ahí también el hecho de que lógicamente fuera el land art, con sus earthworks, la primera manifestación (incluso cronológica) de un genuino arte público. Aquí no hay artimañas ocultas tras el alabado redevelopment de las ciudades, sino al contrario: aquí se ofrece una honrada puesta de relieve, por parte del hombre, de la land reclamation, de la reivindicación de la tierra, tapada por el país (el territorio, nacional o comarcal) y el paisaje (entendido usualmente como pintoresco marco y horizonte a la vida humana).
Con ellas ha nacido, no sólo el arte público en general, sino también un nuevo tipo de arte, inclasificable en los cánones tradicionales. Las suyas son, ciertamente, obras plásticas, pero no pueden ser consideradas desde luego como pintura, ni tampoco como escultura (por más que Robert Morris y otros denominen así a sus obras), ya que ni tiene la menor intención de permanecer (no es edificante), ni cierra y da bulto a un vacío, llenándolo con su rotunda presencia, ni tampoco juega siquiera con la creación de vacíos como intersticios o rupturas de lo lleno. El land art (un término de imposible traducción) (5) no modela el vacío, encerrándolo en unos límites para ponerlo al servicio del hombre. Todo lo contrario: abre vacíos en lo lleno, en lo aparentemente dispuesto de forma sólida y estable para ser habitado. Desde el punto de vista espacial, tan relevante para nuestra temática, el land art crea una relación dialéctica, no sólo con el entorno, espaciado y, por ende, excluido a su alrededor (como en el caso de los templos griegos), sino con el sitio que él, con la ocupación que hace del terreno y con la operación por la que él deja ver tierra, por vez primera crea. El land art es a este respecto implosivo: el vacío creado por la acción humana succiona espacio, en lugar de abrir lugares para la vida.
Éste es a mi ver el rasgo fundamental que confiere a esa acción el carácter de arte. Y por otra parte es rigurosamente público porque libera a la tierra, también por vez primera y aunque sólo sea simbólicamente y a distancia, de toda posesión y de toda jurisdicción, sea ésta privada u oficial. Pues lo oficial no es sin más lo público (6), ni los individuos sujetos a la administración estatal tienen que agotar el significado del concepto: el público. Al contrario, buena parte del arte público viene librando una sorda batalla contra esa interesada identificación. Hacia dentro: intra muros, diríamos, mostrando incluso agresivamente formas posibles de organización no estatalizables. Hacia fuera, como hace el land art, mostrando una posible relación del hombre, de cualquier hombre (una forma no alienada, ésta, de público en general), con la tierra que él no habita, sino que deja ser precisamente por una acción artística (o sea: no venal, no posesiva ni representativa) sobre ella. Ese arte no quiere que haya espacio a disposición del público, porque todo espacio está bajo el signo de la dominación. Quiere que éste se rompa y disperse en el vacío, a la intemperie, en favor de la tierra. Y eso no es kitsch.
8.- In memoriam
Con todo, esa irrupción de tierra deja intocada la memoria histórica del apresurado habitante de la ciudad. El land art nada sabe ya ciertamente de monumentos, pero tampoco destruye simbólicamente el valor político-ideológico de éstos como glorificadores del pasado, para no tener que enfrentarnos ya más con éste. De ahí el surgimiento actual de un arte público comprometido en evitar el cierre de la herida del pasado: un arte literalmente dirigido contra todo monumento.
8.1.- Monumentos para acabar con todo monumento.
Así el Gegendenkmal o Antimonumento de Jochen y Esther Gerz, erigido en Harburg, un suburbio de Hamburgo poblado por Gastarbeiter turcos y obreros. Se trata (o se trataba) de un remedo de obelisco situado frente a un centro comercial, al lado de un depósito de gas carbónico (y no desde luego a la vera de un museo como el Guggenheim). Es o era un largo paralelepípedo prismático (12 metros de altura) de aluminio sin pedestal, exteriormente forrado de una capa de plomo, y provisto de un punzón de acero para poder escribir sobre el plomo... ¿qué? Una inscripción a la base recuerda que éste es un monumento contra las víctimas del fascismo, de todos los fascismos. La inscripción está firmada por los artistas, e invita al pueblo a que escriba allí también, de abajo a arriba sus nombres, como manifestación de compromiso moral para que la violencia y los atropellos nunca más tengan lugar en la sociedad. Lo verdaderamente original de este antimonumento estriba en que, cuando las cuatro caras del prisma están llenas de firmas, nombres o frases en un metro y medio de su superficie, la pilastra se hunde en el suelo, a fin de que un nuevo espacio libre sea accesible a los firmantes. Así, progresivamente, el antimonumento acabaría por desaparecer enteramente (no sé si lo habrá hecho ya), habiendo devuelto la memoria al pueblo, secuestrada antes por el monumento decimonónico, y congelada por él. Ahora es la gente, la gente llana la que tiene que conservar esa huella, en lugar de fiarla a la permanencia de un monumento cuyo sentido normalmente se desvanece, sirviendo tan sólo de punto de referencia en la geografía urbana (justamente como los obeliscos egipcios de Roma servían para indicar de lejos los lugares donde se ubicaban las basílicas mayores de la Ciudad Eterna, cuya visita era obligatoria para ganar indulgencias)(7).
De todas formas, los artistas no contaban con la muy plural estratificación ideológica del público (quizá habría bastado con que vieran la sustitución actual de las pintadas de tipo político y revolucionario por grafitti sin sentido, meramente lúdicos, con anagramas ininteligibles, sólo por el gusto de realzar momentáneamente y ante el grupo una personalidad asfixiada). Y así, el Gegendenkmal se ha llenado, junto con firmas y frases solidarias y de aliento, de otras banales; y, lo que es más peligroso, los grupúsculos neonazis han aprovechado la ocasión para recordar el brote del fascismo actual: la xenofobia contra los turcos (de ahí frases tan lindas, y repetidas, como: Ausländer raus!, ¡Fuera los extranjeros!). Y es que, remedando a Kant, podríamos decir que vivimos en una época de ilustración (ya no limitada a los varones cultos de la nación, sino a toda etnia o grupo: religioso, político o de diferenciación sexual), pero en absoluto en una época ilustrada, en la que pueda dejarse sin más a la memoria y conciencia de cada ciudadano la custodia de los muertos. De ahí la necesidad de las acciones temporales en la calle, breves pero frecuentes, que recuerden constantemente el derecho a la diferencia, a la actuación solidaria y a la lucha contra el fascismo cotidiano, en lugar de petrificarlo en un determinado lugar y fecha, y de condensarlo en una sola comunidad, epítome de todas las víctimas de la tierra.
Es más: incluso es posible que la permanencia granítica (nunca mejor dicho) de algún grandioso monumento, como el del Valle de los Caídos en la sierra madrileña, con su cruz visible a kilómetros de distancia, sirva para recordar a la contra los horrores de nuestra guerra civil, en lugar de integrarse sin más en el paisaje (cosa que también ha sucedido) o de servir de estación en la ronda turística de foráneos (función que ese tosco monumento cumple igualmente, dado su bello entorno forestal y su cercanía a otro enorme monumento berroqueño de planta de parrilla: el Monasterio de El Escorial). Claro está que esos monumentos, que nos recuerdan a su pesar un pasado que el buen público consumidor de cultura no conoce (o que quisiera olvidar, porque éstos son ya otros tiempos), necesitarían de una buena dosis de agresividad o sarcasmo para que su función farmacológica de antídoto llegase revulsivamente a todas las capas de la población.
Esto es lo que pretendió Hans Haacke en la muy conservadora ciudad austríaca de Graz, con ocasión de la anticelebración de los cincuenta años del Anschluss de Austria por parte del Tercer Reich (1938-1988). Haacke revistió una columna dedicada a la Virgen (tan típica en las católicas ciudades austríacas, como reacción a la iconoclastia protestante) de un gris obelisco, un prisma rematado en una copa votiva y que en sus caras mostraba el águila nacionalsocialista, con la agresiva y admonitoria inscripción: Und ihr habt doch recht (Así que, después de todo, habéis tenido razón), donde vosotros alude, obviamente, al fermento del nazismo bajo la capa confortable y anodina de esa burguesía -diríamos, con el Marqués de Bradomín- fea, católica y sentimental. Pero aquí no fue la participación ciudadana la que, paulatinamente, provocara la desaparición de este daídolon, sino una bomba incendiaria colocada por un neonazi, con lo cual el antimonumento de Haacke cumplió a la postre perfectamente con su objetivo: al final, ellos seguían teniendo razón.
De esta manera, y paradójicamente, el monumento permanece, brillando por su ausencia, como una parda mancha que oscurece las conciencias de quienes habitan esta idílica ciudad, a orillas del Danubio. El arte público, como revulsivo de la indolencia con que el público, azacaneado por su trabajo o sus ansias de diversión, acaba por olvidar la propia, triste y oscura historia de un pueblo que está ya confundiendo lo público con el advertising de los anuncios luminosos de neón, las vallas publicitarias y los spots televisivos.
¿Cómo conjugar por un lado la permanencia de un pasado que se niega a ser enterrado y enmascarado por el monumento que dice estar erigido en su honor, y por otro el inevitable paso del tiempo, que aporta nuevos afanes y preocupaciones, nuevos estilos de vida y nuevas reacciones de odio y de solidaridad? ¿Cómo evitar que una tragedia se haga anodina a fuerza de estar continuamente de cuerpo presente o, al contrario, que logre máxima difusión escandalosa en los medios de comunicación de masas, pero sólo de manera efímera, casi instantánea, dada la acumulación de noticias que la globalización de las comunicaciones acarrea consigo? Si se pudiera lograr esta suerte de reviviscencia continua, de herida que se niega a ser cicatrizada y que se plasma en un monumento tolerado (¡no financiado!) por los poderes públicos para recordar a esos poderes que ellos deben estar al servicio, no sólo de un pueblo concreto, sino de la paz y concordia universales, entonces ese monumento constituiría la más grande y literalmente extravagante e intempestiva manifestación de arte público (pues que obliga a mirar, como con estrías en los ojos, a un pasado vergonzoso). De esta manera quedarían perennemente conectados los dos extremos necesarios para la existencia de un arte verdaderamente público: la grandeur (propia de todo espacio político) y lo merveilleux, que lleva a cada espectador, emotivamente participante en el duelo colectivo, a trasladarse con la memoria a un tiempo reciente -y ya ajeno- y a un mundo exótico bien cercano a esa Polynesia de cartón piedra fingida en el Port Aventura de Salou. Un mundo exótico destruido por las bombas de napalm del llamado mundo libre, de la civilización occidental, representada ejemplarmente por la Nación que confía en Dios y extiende una paz imperialista a base de fomentar conflictos en los márgenes de la sociedad postindustrial, postcapitalista, postmoderna, y todos los post- que uno pueda imaginar.
8.2.- Una cicatriz para dejar ver la herida
La aproximación a este ideal de denuncia y, por ende, la obra de arte público más hermosa, conmovedora y sutilmente desenmascaradora que yo conozco está realizada, literalmente de cara al público, en el Vietnam Veterans Memorial: un cenotafio al final del Mall de Washington -al que ahora, doloridamente, retornamos-, una ancha herida en y de la tierra, abierta como una V, como un grandioso ángulo obtuso (de 12512) que apunta de un lado, muy simbólica e intencionadamente, al Obelisco levantado en honor de Washington, y del otro al Lincoln Memorial: al forjador de la Nación, y al torturado testigo de la Guerra de Secesión. Para acceder a esta gigantesca cicatriz -que guarda una herida insanable- hay que descender a la tierra, excavado como está el Memorial en una hondonada, como si se tratase de una trinchera... o de una larga fosa común. En efecto, el Memorial no puede ser visto a distancia: hay que bajar, es preciso comprometerse con e inmiscuirse en esas dos largas paredes de pulido granito negro, reflectante, de modo que el público se ve reflejado en este Muro de las lamentaciones, como si éste fuese un espejo que le devuelve su verdad... pero no a sus seres queridos, muertos o desaparecidos en las ciénagas de Vietnam. No lejos del Memorial se halla el Cementerio de Arlington, donde reposan escogidos y distinguidos héroes de la patria. También cerca de allí se alza el muy figurativo Monumento a Iwojima, en imitación kitsch de las películas de hazañas bélicas.
Por el contrario, el Vietnam Veterans Memorial (8) no presenta figura alguna. Sólo nombres. Los nombres de las 58.000 personas muertas o desaparecidas en la guerra, ordenados cronológicamente según la fecha de baja, sin distinción de rangos ni de cuerpos del ejército. Pero además, la disposición de los nombres en este libro (físicamente abierto, pero simbólicamente cerrado, como se verá) es al pronto extraña. La lista comienza con la indicación del año inicial de la guerra (1959), y el primer nombre está inscrito en el extremo superior derecho del vértice del ángulo (en la página derecha del libro); la relación continúa de arriba a abajo y de izquierda a derecha, hasta llegar a la punta occidental de la página (justo la que mira al Lincoln Memorial). Pero si uno quiere seguir leyendo ha de retroceder sobre sus pasos, hasta el extremo de la página que apunta al este (que indica obviamente resurrección, regeneración de la vida), e ir aproximándose de nuevo al centro, hasta llegar a la última fecha (1975) y el último nombre (en el extremo inferior derecho de la página de la izquierda de este libro que ha de ser leído al revés), cerrándose así idealmente la lista en el centro del Memorial, de modo que ningún nombre pueda inscribirse en ella ulteriormente (se entiende: ni en ésta, ni en ninguna otra guerra). Las dos fechas: 1959 y 1975, están respectivamente seguidas por dos breves inscripciones: el resumen y la moraleja de este trágico libro de dos páginas. La primera reza: En honor de los hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos que sirvieron en la Guerra de Vietnam. Los nombres de quienes dieron sus vidas y de aquellos que continúan estando desaparecidos están escritos según el orden en que nos fueron arrebatados. A la vista de esta inscripción, uno recuerda inmediatamente las palabras liminares del pensamiento griego: De donde los seres surgen, hacia allí también se da su perecer, según necesidad (katà tò chreón); pagan en efecto recíprocamente su culpa y también la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo (katà tèn toû chrónou táxin)." (9)
Guerra y pensamiento, unidos así en círculo infernal, que el arte intenta valerosamente (aunque en vano) conjurar con la disposición de los nombres. La segunda inscripción pretende dar en cambio un aire patriótico al Memorial (sobrio, ha de reconocerse). Ahora habla (en estilo indirecto y en tercera persona) la Nación, no el nosotros de las palabras iniciales: el conjunto de aquellos que perdieron a sus seres queridos y, en general, de todo un pueblo conmocionado por una guerra a la que él mismo puso término. Una guerra estúpida, sin vencedores ni vencidos. Sólo muerte y destrucción. Sin embargo, el mensaje final está afortunadamente paliado por las últimas palabras de la inscripción. Unas palabras, sencillas y orgullosas a la vez, que recuerdan la pertenencia al Pueblo, y no al Poder, de este extraordinario monumento funerario. Compárese en efecto el convencional comienzo con la segunda frase: Nuestra Nación honra el valor, sacrificio y dedicación al deber y al país de sus Veteranos de Vietnam. Este Memorial fue erigido con contribuciones privadas del pueblo americano. 11 de noviembre de 1982. Significativamente, no se dice aquí, como en los monumentos convencionales: Erigido por suscripción pública, sino por las contribuciones privadas. Por fin se ha logrado plasmar aquí la deseada identificación entre la vida privada, responsablemente asumida, y el monumento público (algo ya iniciado en el parcialmente fallido experimento de los Gerz, en Hamburgo).
Es más: el Memorial surgió de la convocatoria de un concurso público, y por ende anónimo. De entre más de mil cuatrocientos proyectos, fue aprobado el de una muchacha de veintiún años, estudiante de arquitectura llamada Maya Lin, de origen asiático. De este modo, creación y recepción, Oriente y Occidente se funden en un mismo abrazo de duelo. No importa que el Memorial esté tachonado de banderitas y de ramos de flores, como si los visitantes de este cementerio vacío quisieran conjurar la austera dignidad de la piedra escrita, otorgando así al monumento colorido y variedad. En vano. Ni siquiera puede hacerse aquí como en los nichos de los columbarios, donde hay espacio suficiente para que cada difunto siga gozando de una ficticia propiedad privada: la de sus flores, su retrato o su lámpara votiva, dedicados solamente a él. La escueta mención de los nombres alineados impide más identificación que la del fallecido (o desaparecido) y la fecha.
Hemos recorrido un largo trayecto hasta llegar a este conmovedor libro de pulida superficie negra que se niega, terco, a inscribir más nombres en sus páginas. Aquí, en el Vietnam Veterans Memorial, tras descender la suave colina de hierba, dejamos a nuestras espaldas los pomposos signos del Estado-Nación, que pretende homogeneizar al pueblo como público, para utilizarlo en las grandes ocasiones. Aquí no hay ya teatro ni representación, como en la ópera romántica. Sólo sosegado y contenido dolor. Sólo una latente advertencia: Nunca más.
El Mall está, ahora, vacío. Al pie de la obra de Maya Lin, en cambio, familiares y amigos de los muertos se ven espectralmente reflejados en la lisa y negra piedra. Hombres y tierra, hermanados por el arte, ligados por el espacio común del dolor y la viva memoria. Un solo susurro condensa mancomunadamente las oraciones y el llanto, y se mezcla con el suave murmullo de los árboles otoñales. Es el viento del pueblo y de la tierra, que presta aliento y vida al arte público y al espacio político.
Citas:
1- Félix Duque es catedrático de Historia de la Filosofía Moderna en la Universidad Autónoma de Madrid. Especialidad: idealismo alemán, filosofía de la técnica y de la historia. Ultimas publicaciones: Historia de la filosofía moderna. La era de la crítica, Akal. Madrid 1998; La Restauración. La escuela hegeliana y sus adversarios, Akal. Madrid 1999; Postmodernidad y apocalipsis, Lujan Baudino. Buenos Aires 1999.
2- Adviértase que, aquí, hombre y tierra se toman como dos puros movimientos, no como cosas (y menos, sensibles).
3- E pluribus unum (o sea: uni-verso) es la leyenda que circunda la base de la estatua de la Libertad que corona el Capitolio. Una leyenda que podría leerse si no estuviera oculta a los ojos de los simples mortales, dada su altura. De todas formas, y a diferencia del Verbergen heideggeriano, gracias a la democracia americana los ciudadanos pueden ascender cómodamente por ascensor a la cúspide, para embriagarse patrióticamente con esa leyenda.
4- En efecto, ninguno de los Memorials que delimitan el Mall guarda en su interior un sepulcro, al contrario de lo habitual en las iglesias barrocas. Son por tanto, literalmente, monumentos in memoriam.
5- "Arte de tierra" sería quizá la traducción más cercana. Pero coincidiría entonces exactamente con earthwork: la obra engendrada por ese arte. Es verdad que land significa también "paisaje", y que el land art tiene obviamente mucho que ver con el paisaje. Pero nada sería más confundente que denominarlo en castellano: "arte paisajístico" (como la pintura holandesa, o la alemana romántica), porque él no quiere representar el paisaje tal como lo ve o lo siente el hombre, sino presentarlo por vez primera en cuanto tal, por medio de una acción humana que lo altera.
6- Interesadamente viene favoreciendo el Estado, desde su nacimiento en Roma, esa confusión entre el ejercicio de su jurisdicción, sobre el territorio o sobre la población, y lo público, mientras que los sujetos usufructuarios de ese espacio constituirían el público. Ésta es una tendencia que el nuevo patrón: la Industria Multinacional, favorece y fortifica, extendiéndola tendencialmente al mundo administrado. Pero nosotros no tenemos por qué caer en esa trampa.
7- Debo esta interesante indicación sobre la degradación del monumento en mobiliario urbano -y en señal de tráfico para peatones extranjeros- al Prof. Javier Maderuelo.
8- Para detalles y datos sobre este monumento es conveniente la consulta de Charles L. Griswood, The Vietnam Veterans Memorial and the Washington Mall: Philosophical Thoughts on Political Iconography. En la recopilación de Senie y Webster, pp. 71-100 (vid. Bibl.). Al respecto, yo al menos he hecho caso omiso de "pensamientos filosóficos" tales como: "el sentimiento preponderante experimentado en la dedicación del Memorial era patriótico, y por ende terapéutico... casi todo el mundo parecía sentir que América es todavía como un rayo de sol en un mundo sombrío." (p. 94). Y Griswold acaba esta parrafada de exaltación patria, y su ensayo, con una frase memorable, entre la ingenuidad y el cinismo: America remains fundamentally good ("América sigue siendo fundamentalmente buena"). Amén.
9- Anaximandro, Diels-Kranz 12B1. Parece ser el primer fragmento auténtico que nos haya llegado de un filósofo, aunque seguramente el comienzo de las ipsissima verba tenga lugar con: "según necesidad".
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- Raven, Arlene: Art in the Public Interest. Da Capo Press. Nueva York 1993.
- Senie, H.F. / Webster, S.: Critical Issues in Public Art: Content, Context, and Controversy.
- Smithsonian Institute Press. Washington, D.C. 1998.
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