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Lectura, estética y expresión

Música, memoria e identidad: la sonoridad de lo arcaico. De lo inaugural en la cultura.

Por Liliana Herrero



Permítanme el abuso de realizar en primer término una mención personal.
Pertenezco a ámbitos tradicionalmente separados, al menos en sus versiones institucionales: la música popular y la filosofía universitaria. En el primer caso, he realizado con músicos provenientes de diversos géneros, cinco discos de folklore argentino; en el segundo caso he sido la inesperada y sorprendida Directora de la Carrera de Filosofía en la Universidad Nacional de Rosario y aún continúo en la docencia universitaria. No los estoy obligando a padecer la escucha de un curriculum, sino que deseo mencionar lo que para mí sigue siendo a veces un desgarramiento, a veces un encuentro amable, y siempre la sospecha de que en estos dos ámbitos puede caber no solo la historia de una vida, sino también un pequeño experimento filosófico.
Comencemos pues con una pregunta. ¿Hay algo inaugural en la cultura? He aquí un problema que nos conduce de lleno al tema de lo arcaico, pero que al mismo tiempo sólo podemos sostener como pregunta. ¿Lo arcaico no es aquello que alguna vez fue inaugural y que en los tiempos actuales se presenta como una presencia molesta, una sobra, un obstáculo, algo a lo que nos referimos con enojo? Lo arcaico, si es verdad que es el pasado que no se ha disuelto en el momento que correspondía, solo puede ser una supervivencia irritante.
Pero lo que irrita obliga a pensar. Así, lo arcaico es el pasado en el presente, pero de una manera fastidiosa y atípica, que también rompe la idea de que llegamos a este presente en un cómodo viaje por las etapas correspondientes y ya previstas. Lo arcaico es el pasado que no se resignó a ser la etapa anterior del presente. Es entonces el testimonio, la prueba, de que es posible enlazar los tiempos a los sacudones. Esto es, casi un testimonio de que el tiempo no pasa, o de que el tiempo apela continuamente, como travesura, a su raíz. Y que en cualquier momento, lo que parecía ya transcurrido, se hace presente como el convidado de piedra. No debía estar allí pero está. En estas condiciones podría decirse que lo arcaico nos lleva a la identidad pero en forma irónica: el tiempo no hace mella, el tiempo en lo fundamental, no pasa.
Podemos estar distraídos en un presente dado, pero en cualquier momento tropezamos con lo arcaico como piedra. Ahí el tiempo enloquece en el momento en que, pareciendo que fluye armónicamente, se quiebra con la inesperada presencia de lo extemporáneo, de lo inaudito. Era lo arcaico no asimilado, no deglutido en la digestión serena del tiempo lineal. En ese caso, estaríamos ante una identidad superior y más compleja, una identidad que ha dominado el tiempo, pues puede transformarse continuamente, ya que lo arcaico le obliga a cualquier juego de diversidad o de mutación.
Pero las cosas no son tan simples y de hecho hacemos distintas cosas con lo arcaico. Si lo creemos visible, podemos regodearnos con él, lo citamos, lo usamos en nuestro vocabulario al que traemos palabras antiguas como prueba de no ser arrebatados por las modas, de no ir ciegos a la primera novedad. Pero si lo arcaico es invisible, ahí empiezan los problemas, pues sería el tributo inconsciente que pagamos a lo que ocurrió antes, sin saberlo, tanto en nuestra vida como en la historia. Ya no se trata, entonces, de la visita vigilante del pasado asimilado y absorbido, sino de una culpa con la que lo caduco nos advierte que fuimos muy lejos, mucho más de lo que debíamos.


De los modos de lo arcaico.

A propósito de estas pinceladas que me atrevo a escribir porque surgen de mi experiencia, quiero examinar dos ejemplos vinculados a cómo se trata en la Argentina la presencia del pasado en la música denominada folklórica. Es decir, los modos de lo arcaico como la forma más exigente de la tradición. Uno de ellos tiene que ver con una curiosidad biográfica referida a uno de los más notables compositores argentinos de este género y otro con el conocido Festival de Folklore de Cosquín que se realiza hace tres décadas, todos los años, en la provincia argentina de Córdoba.
Comencemos por el primero. Como es sabido por todos, la Argentina tuvo un gran compositor de música popular conocido como Atahualpa Yupanqui. Sin embargo se llamaba Héctor Roberto Chavero. Atahualpa y Yupanqui son los dos últimos grandes caciques indios que existían a la llegada de los conquistadores, pero además Yupanqui en voz Amauta significa: has de cantar, narrarás. Esta idea trascendental sobre la condición humana, este imperativo categórico ejercido sobre un testigo que no debe olvidar y al que hay que salvaguardar, sin embargo fue expresada con notable escepticismo por Yupanqui-Chavero en estos términos: “Algunos hombres han de pasar por la tierra sin haberla traducido”.
El juego que con su propio nombre hiciera este compositor, sugiere un uso de lo arcaico que puede tener variadas consecuencias: por un lado, una referencia “prestigiosa” al pasado indígena, a la manera de lo arcaico-visible. La otra implica también un juego con el nombre pero de consecuencias inesperadas porque supone una invención y podría leerse: has de inventar. Entonces, sería posible ir más allá en la interpretación.
Atahualpa Yupanqui fue un excelente compositor que fundó tanto un culto oficial como la base de las reinterpretaciones más atrevidas. Al ponerse estos nombres, Chavero estaría revelando la necesidad de recuperar una pérdida por la vía del exceso. Podríamos decir de un doble exceso, pues por un lado acude a un indigenismo muy elevado y por otro indica que lo más difícil, casi lo imposible, es lo que él va a hacer: pasar por la tierra y traducirla. Quizá esto nos deje la sensación que está tratando con el espíritu de la tierra tal como se expresaron los metafísicos de la conciencia nacional, sus contemporáneos, como Scalabrini Ortíz. Así lo que parece sólido como la tierra es puro espíritu, es no tener nada bajo los pies, es no apoyarse en nada y eso, como sabemos, es un trato con el silencio que nos constituye. Pero Atahualpa, que aporta metáforas fundamentales no sólo sobre el silencio sino sobre el andar y el cambio, del mismo modo invierte el fluir del río, que llorando, le dice al hombre “tú que puedes, vuélvete”, a diferencia de Heráclito. En estos fundamentos, en esta sorprendente inversión de Heráclito, hay también un indudable tratamiento conservador de la cuestión de la identidad. El espíritu de la tierra pide que todo se inmovilice.
El Festival de Cosquín, el otro caso, convierte los conocidos arquetipos de la cultura criolla en un caso de la industria cultural. Cosquín tiene la característica que tanto los artistas que concurren allí como los organizadores y el público se ubican en la tradición en forma de ritual, con la reconocida atadura comunitaria que produce un acto de culto, con su fuerza recurrente y brillante. En el rito se cree que el pasado irrumpe entre nosotros diáfano, sin mediaciones, sin problemas, sin oscuridad, a la manera de un pensamiento que al estar vinculado a la interpretación literal del pasado, se asemeja al tratamiento kitsch de la realidad. El kitsch cree en la inmediatez del mundo y en la ausencia de conflicto, de ahí su fuerza y de ahí su admirable error. Cosquín, pertrechado con las autodefensas de un kich popular, considera que todo aquél que intente señalar que el pasado es un debate o una querella, comete de inmediato una herejía. Cuando ese público percibe que alguien quiere hacer del pasado otra cosa que no sea controlable o invocable fácilmente - lo he sufrido en carne propia- procede a hacerse cargo de la apostasía. Como lo expresa la locución que da apertura al Festival, “Aquí Cosquín”, se revela una gran certeza en ese aquí y ahora que con fatalismo espacial y temporal enlaza generaciones de una manera ineluctable. En nombre de ese hic et nunc reaccionan agitadamente no sólo si parece amenazado el canon de la tradición, sino el derecho de las masas a reformarlo. Porque es necesario advertirlo: el propio debate entre tradicionalistas y modernos pertenece al corazón mismo de la tradición entendida así, como construcción oficial, tanto del estado como de los medios de comunicación masivos.
Personalmente, he debatido con Cosquín, que, por otra parte, también se inspira en Atahualpa. Por mi parte, percibí que era posible apoyarse también en el inestimable Atahualpa, es decir, en su reinterpretación, avalada por el hecho de que su propio nombre era un hallazgo inspirado en un sentimiento excesivo. Y así partí de una certeza: se está en la tradición. Pero hay muchas formas de estar en la tradición. Una es padeciéndola, que es una forma del conocimiento muy fuerte, pues parte del sufrimiento no como ceguera del conocer sino como el primer acto de lucidez. Otra es imaginando lo que viene luego del padecer, que es el interpretar.
En tanto intérprete quedo obligada a decir en qué condiciones me parece que realizo esa interpretación: un intérprete realiza un comentario sobre un original que es siempre difuso. No el original mismo, sino la hipótesis de que éste se ha perdido pero que no nos deja huérfanos. En su lugar queda el mito, concebido como una elaboración que sustituye y que a la vez es la materia primordial de la que partimos. Lo arcaico sería así la posibilidad de considerar, como si ese original fuese un punto de partida verdadero, pero su verdad estaría en lo que el mito le aporta como esa bella condena al “narrarás”.
El origen puede entonces ser cognoscible, pero en tanto ese origen es mítico: cognoscible y a la vez hallazgo vital de un relato que vincula a una comunidad de personas. Así, el intérprete que trata con el mito mantiene la creencia de que el pasado puede estar en el presente por lo menos de dos formas: como una reelaboración artística o sin más. Es decir, como una reelaborada autoconciencia mítica, o como una simple continuidad histórica no sobresaltada por la incredulidad o la deserción. Estas son dos versiones del mito. El mito como potencia de traducción o el mito como ingenuidad de la palabra que exige creencia en su estar no más.
Desearía ejemplificar con la versión que hice sobre “Los ejes de mi carreta” de Yupanqui. Musicalmente está construido en base a una sucesión ininterrumpida de acordes, no de funciones. Es decir los acordes no tienen una función determinada- tónica- dominante, de manera tal que la tonalidad se torna casual y se ancla en la melodía y no en la armonía. La base armónica es modal, formas muy antiguas de la música. Es un habla armónico que repite las notas claves de la melodía. Esa repetición remite siempre a un eje, hay repetición de motivos pero no hay dominante-tónica. Quiero decir con esto que sobre la base de este tratamiento armónico, no hay preparación del terreno que me advierta acerca de lo que puedo esperar. Al mismo tiempo fui sustrayendo palabras del texto dejándolo con huecos que contrastaran con el arquetipo del tema, por otra lado absolutamente consagrado con cientos de interpretaciones que lo hacen parte de un inamovible canon argentino.
Esta versión es decididamente un entorpecimiento. No contribuye a la standarización de la música ya que la dimensión de comprensibilidad rápida e inmediata ha desaparecido. Las versiones canónicas están sobresaltadas pero no para alterar el candor del arquetipo, sino para que permanezca en un segundo plano, donde también es muy efectivo, y así hacer pasar a primer plano los sentimientos trágicos de soledad y muerte que son aludidos en la travesía por la pampa, y que el canon argentino de algún modo sofoca.


De lo arcaico como justicia.

El efecto es el de disponer lo popular de otro modo, retirándole su componente conciliador, y - también al contrario-, borrando las huellas de la intervención. Intervenir suprimiendo instantáneamente los rastros de la propia intervención. Así la acción de traducción cultural queda encubierta con gran cautela. Se trata de una justicia implícita para tratar todo el material cultural que señala una identidad, por lo cual la traducción se realiza sin ninguna imposición canónica, sin ninguna estética especial que lo recomiende. No hay manifiestos ni programas. Pero de esto, resulta un fuerte descompás que de inmediato se lanza a poner en el lugar del objeto replanteado, un objeto igual pero sometido a dislocamientos de tiempo y lugar. Con disimulados pincelazos, se retoma el pasado como imposibilidad de reponerlo sin más. Pero el pasado reaparece bajo la traducción de un presente técnicamente muy desarrollado, que decide ocultar cualquier arrogancia o novedad en relación a los medios que utiliza y llama a lo arcaico para que perturbe armoniosamente.
La crítica a lo popular se instala así de un modo tan sutil que puede desaparecer. Pero sin embargo, sabemos que está. ¿Cómo lo sabemos? Sembrando señales permanentemente, afirmando las innovaciones con una cadena de retornos permanentes a la tradición. Esta retorna siendo la misma y siendo otra. Una obra así concebida se muestra permanentemente frágil, siempre expuesta a ser rechazada por populista o por excesivamente intelectual. Pero su centro de gravedad es la traducción cultural, esa traducción que se mantiene en un punto de equilibrio casi imposible, punto sobrecargado de tensiones tan poderosas y hasta cruentas, que podrían justificar una guerra.
Pero en lo que ahora nos interesa, me pregunto en qué condiciones puede lograrse esta conjunción de lo popular y lo complejo, negando la idea común de que lo popular es lo que llama a lo complaciente, a lo diluido, a lo pasteurizado. La crítica a la tradición puede realizarse en términos que se incorporan de inmediato a ella, dejándola también expuesta a una revalorización ante las tensiones históricas del presente. Disponer de las identidades culturales en una forma abierta tal que las deje sin lugar establecido y solo dispuestas al diálogo. El diálogo - no la mera mezcla - es la lógica implícita de la cultura. De este modo la traducción se realiza entre mundos diferentes, introduciendo la crítica, que valora, combina, descarta, pero que también se juzga a sí misma, estableciendo una crítica posterior, donde el juez a su vez es enjuiciado, como si lo arcaico por fin viniese a reclamar lo que el presente le debe sin que su choque con la actualidad sea una amenaza sino una forma de justicia.
Por eso, la cultura es traducción permanente y la traducción puede ser una forma de la crítica cuando despierta en el legado cultural, una nueva oportunidad para las obras del pasado. La crítica las revive y las coloca nuevamente a disposición del presente, pero no como continuidad del legado sino como interrupción de lo arcaico.


Lo inaudito y lo arcaico: los sonidos son recuerdos y los arreglos son desgarramientos.

De este modo, puedo presentarme ahora como un tipo de comentarista en lucha sobre el significado de lo arcaico en la construcción de una identidad. Por un lado, el comentarista, sueña con iniciar todo de nuevo, desde el grado cero. Sabe que depende de algo anterior pero no quisiera tener esa dependencia, ese servilismo. Pero por otro lado, podemos decidir ser ese comentarista que se propone como un administrador de lo arcaico. ¿Qué hacer, entonces? En los últimos años se habló de que el pasado se inventaba y se oyeron expresiones como: invención democrática, invención de la tradición, lo cual traía aparejado una enorme confianza en el presente interpretador. Creo que se puede inventar la tradición como se ha inventado el folklore argentino en distintos momentos de la historia moderna argentina, pero no creo que se pueda suponer que todo es un juego de interpretaciones, sin permanencias. He allí la potencia de la traducción junto a la potencia de lo arcaico. Del choque de ambas potencias surge la identidad. La traducción asegura presentes, comprensiones y públicos actuales; lo arcaico asegura la travesura de lo que se rebela ante el llamado a la extinción.
A la identidad se la padece antes que se la conoce, y el placer del comentador consiste en crear algo inaudito. Lo inaudito es según el diccionario usual, lo nunca oído, lo vituperable, lo monstruoso, aquello que nunca se oyó decir. Supone el hecho de que siempre queda algo por oír. Para el padecer de la identidad, nada mejor que lo inaudito. Y lo inaudito interroga permanentemente a la textura musical.
La textura musical es para mí la “materialidad” de un tema, es el cuerpo del sonido, es el clima y es el rostro musical. Es una geografía musical. Esa textura es fundamental porque puede ser totalmente extraña al tema, pero si la voz humana resuena de una manera diferente a la textura expuesta en los instrumentos, entonces se conjugan allí la extrañeza y el reconocimiento, la familiaridad y la incomodidad. También se da la sensación de que se produce un desfasaje temporal, histórico.
En la textura musical está entonces la geografía y la historia. Pasado y presente se cortejan en la forma y el estilo. Y así lo inaudito reclama la presencia de lo arcaico. Siempre estamos dentro y fuera de la memoria, adentro y afuera de la historia. Por eso el rostro de la historia es, al mismo tiempo, la sorpresa cultural de que aparezca lo que parecía finalizado y que estemos en disposición de suponer lo inaudito.
Para mí el horizonte cultural está en esa textura, en la repetición y en la ausencia de grandes desarrollos armónicos y melódicos. El silencio habla como las palabras, y en la música es igual porque los sonidos son recuerdos, añoranzas, pérdidas irremediables, lugares, infancia. Eso es el pasado y tiene sonoridad. Entonces la textura organiza el pasado, el recuerdo, la memoria, pero sin identidades prefijadas. Con estas promesas, la música debe exponer el mundo como lo que es, como conflicto y no como dominación.
Si el fundamento del pensar consistiera en no pensar lo ya sabido, entonces la razón humana estaría condenada a la innovación banal desde hace millones de años. Lo obvio no es inerte, pues lo obvio críticamente revisado, es el saber. De ahí que mis problemas, no sé si llamarlos filosóficos, son estos nombres, situaciones y objetos de la pública vida cultural y popular argentina.
El nombre de un compositor notable - Atahualpa Yupanqui - y la realización de un Festival como el de Cosquín, que es fácil despreciar por conservador y falsamente ritualizado, nos lleva entonces a un filosofar de bolsillo. Veo allí los momentos en que aparece lo arcaico en su forma estúpida y siniestra.
Los arreglos modernos a viejos temas de folklore latinoamericano y argentino, suponen, como dije antes, un pequeño intento filosófico. No una filosofía sistemática ni profesional, sino un pequeño experimento de bolsillo para armar y rearmar lenguajes.
No es que se quiera ver qué hay “adentro” de las composiciones musicales más primitivas ni que al fusionarlas se piense en darles un “contenido” mejor. Se trata- por lo menos en mi caso- de imaginar que “dentro” no hay “nada” sino que lo que encontramos es un sentido nuevo a través de ese armar y desarmar los climas primitivos en diálogo con los climas modernos. Y ahí sí se forja un nuevo contenido con el recurso de ir sacando, restando, mezclando, montando, extrapolando. Entonces se puede rearmar un texto donde se recobre un aliento realmente sobresaltado, desgarrador. Es decir, es posible encontrar en las viejas voces una voz nueva. Lo que estaba rutinizado se recobra, vuelve al presente para inquietarnos. Así podemos ver en palabras muertas por el uso, un nuevo resplandor. Quizás sea ésta también la misión de la Filosofía. Al restar piezas y crear ciertos agujeros o tachar palabras de una versión modelo, se va recuperando- por ausencia o por sustracción, un modelo lejano que ya está sonorizado en todos nosotros.
Cuando los músicos trabajamos sobre un tema musical compuesto por otro que forma parte de una memoria popular y de una identidad cultural, decimos que realizamos sobre él un “arreglo”. La palabra es un poco brusca, lo sabemos, y en su reconocida rutina provoca algunas reflexiones, que complementan aquellas a las que antes aludíamos. Es decir, intervenimos en los añejos legados de tal modo que intentamos una novedad en aquello que ya está oído de una determinada manera. Es en este sentido que yo he pensado los “arreglos” musicales como un verdadero acontecimiento de montaje, una puesta en contactos de mundos diferentes. De hecho las manifestaciones culturales más variadas siempre se entrelazan y se cruzan, arman un libro cultural, no solo, creo yo por proximidad temporal sino por estar montados sobre preguntas o enigmas similares. Entonces aquello que estaba rutinizado nos sorprende en una nueva dimensión.
El arreglo lo que hace es agregar algo para que lo más primitivo vaya surgiendo. Quizás eso pueda ser una forma modesta de la relación de la filosofía con la música. Así se procede con los mitos para verlos con otra mirada y que no nos devoren.


Contrafusión: una manifestación de lo arcaico en la identidad reformulada.

Fui percibiendo, en este diálogo con los festivales populares y con el tesoro adormecido del folklore nacional, de a poco, la existencia de una tensión, un contraste, unos caminos paralelos, una cierta extrañeza que se generaba entre el arquetipo petrificado y las repentinas joyas que allí yacían. La tradición renovadora anterior llamada “Nuevo Cancionero” derivó en lo que se dio en llamar “proyección folklórica”. Había realizado una fusión. Yo no quería realizar una fusión pero sí buscar esa potencia de renovación que esa vanguardia de los años ‘60 había establecido. Quería evitar la estilización del folklore. La idea de proyección, no rompía, no agujereaba la vieja idea del origen. Era, más bien, una extensión del origen. Y a mí me interesaba volver polémicamente sobre el origen de la manera que ya comentamos: lo arcaico como irrupción contrastante en la mirada de actualidad.
Mi idea era entonces la de una contrafusión, no la de una fusión. La contrafusión es una política cultural, es decir, el diálogo con el pasado es siempre algo nuevo y lo nuevo es precisamente que ese diálogo pueda hacerse. No hay fórmulas o un recetario de ingredientes. La contrafusión consiste en desarmar el legado para recomponerlo de otro modo. Todo puede ser desarmado y vuelto a armar, pero no como un juego de ingenio, un montaje sin reglas o un collage desorientado. Se puede producir un choque violento si es lo que queremos, o se puede desarmar a través de una idea de cordialidad universal. Yo pienso que hay que intentar leer lo que no ha sido escrito, eso provoca tensión y esa tensión es filosófica. No hay que ser cómplice del presente sino que para establecernos efectivamente en el presente debemos sostener una voluntad de desarticulación, de extrañamiento.
El impacto de una música con estas características no proviene de unas armonías justas puestas en el momento justo, no proviene de este tipo de actualización. El impacto debe ser más radical y consistir en una profunda modificación de la relación entre la melodía y el acompañamiento. Como dos estratos que persisten con cierta obcecación de manera no convencionalmente unificada.
Esta disyunción altera el ritmo, produce una rítmica compleja, desplaza los acentos y los estratos se mantienen en conflicto del principio al fin. Entonces, estratificación (es decir superposición imperturbable de estratos que perceptivamente no se tocan) y desplazamiento (es decir trasladar a contextos distintos, a menudo opuestos, una misma personalidad interpretativa) son, entonces, un principio general en la intervención que intento hacer en la música popular argentina. Y el efecto de persistencia de esos principios no tiene que ver sólo con la reiteración de ciertas figuras del acompañamiento sino también con la consecuencia de un tono lírico mantenido con firmeza.
De este modo, en el procedimiento que aún en forma inexperta y exploratoria he recorrido, puedo percibir los mismos problemas de la relación de la cultura presente o actual con el tiempo, con el legado arcaico de las sociedades. Es decir la relación de la obra artística con la tradición. Tal cuestión coloca en escena los dilemas, entre otros, del intérprete, el compositor, las interpretaciones. Toda intervención crítica en la vida cotidiana o en los legados populares tiene su correlato en el plano del arte y de la crítica estética. Este es un debate crucial sobre dónde situar la crítica y qué hacer no solo con el legado de la tradición sino, también, con la vida popular en sus expresiones artísticas.
El problema es: ¿qué pasa con un artista hoy que se plantea un diálogo sin fronteras pero con territorio?, ¿cuál es nuestro territorio? Nuevamente, el problema de Cosquín y el nombre de Atahualpa. Nuestro territorio no es un mandato que devenga de una esencia, se reelabora, se reescribe siempre. Un territorio siempre tiene una cultura que es arcaica, pero esa cultura siempre tiene sentido desde preguntas actuales. Por eso no hay cultura sin presente y sin vida moderna y ésta no es nada si no interroga a las formas más antiguas de la cultura del territorio.
Esta es mi experiencia como música de un país inhospitalario para estos temas, un país en el que la vida intelectual ha sido incesantemente devaluada por tradiciones políticas que han dirimido sus conflictos a sangre y fuego. Un país también en el cual la vida popular está sometida al doble condicionamiento de una permanente alquimia autoritaria y un certificado de definitiva infertilidad extendido por los sectores intelectuales. Entre el autoritarismo que la reclama para ser su fundamentación última y el desprecio definitivo de los intelectuales que otrora la procuraron para su alianza transformadora, se debate la vida popular y artística en la Argentina.



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Consideraciones sobre el arte público y su relación con la técnica y el espacio.

Por Félix Duque (1)



1.- El hombre como productor de Mundo.

Todo el mundo habla hoy, y con razón, de la técnica y de su gigantesca y planetaria difusión como tecnología. Y cabe preguntarse si, ante esta irrupción que todo lo penetra, puede tener sentido seguir hablando todavía de “arte”, o si éste se halla condenado a desaparecer, recogiéndose de un lado las grandes obras maestras del pasado en los museos y del otro absorbiendo el diseño y la publicidad los últimos restos de esa extraña colaboración ancestral en la que un individuo -el artista- “hablaba” a otros individuos a través de una “cosa” sensible, cuando se trataba de una obra plástica, o bien escandía rítmicamente los tiempos para dejar paso a los sonidos del mundo -como en la música- o a movimientos metafóricos de sus pensamientos y sensaciones - como en la poesía-.
Sin embargo, y contemporáneamente a la expansión tecnológica, se va imponiendo cada vez con mayor fuerza otro arte, especialmente en el terreno de la plástica: el llamado arte público, llamado a cambiar radicalmente las viejas relaciones. Un arte por lo demás que, debido a sus dimensiones, a los materiales en él empleados y a su exigencia de participación activa del público, muestra una estrecha relación con la técnica.
Las consideraciones que siguen pretenden esclarecer algunos puntos de esta universal eclosión, no sin enlazarla empero con observaciones generales sobre lo que, al respecto, puedan seguir significando “técnica”, “espacio” y “arte”.


2.- Primacía de la técnica

Para comenzar, y yendo con el filósofo Martin Heidegger más allá de él y de sus intenciones explícitas (siempre ligadas a una estimación excesiva, a mi ver, del arte griego en parangón con un arte que él desestima por ser inobjetual e industrial), establezco la tesis siguiente: llamo “técnica” a la pro-ducción primordial (antropógena a la par que cosmogónica) de Mundo por parte del hombre. Una producción en la que, como acabo de señalar echando mano de los neologismos griegos, el hombre se reconoce a sí mismo como tal solamente cuando expone a la luz (tal el viejo sentido latino de pro-ducere y el germánico de Hervorbringung: “poner ahí delante algo desde algo”) Mundo, entendiendo por tal (como en el griego kósmos): ordenación, estructuración, armonía de caminos entrecruzados, apertura de vanos y vacíos.
Pero además, preciso es señalar ya desde el inicio que en esa pro-ducción se olvida por lo común el “origen”: aquello a partir de lo cual algo así como Mundo sale al encuentro del hombre. Propongo denominar a ese “origen”: Tierra, en el sentido que enseguida veremos. La colaboración de Hombre y Tierra para la producción de Mundo es, pues, la Técnica. Al respecto, el hombre no solamente está en camino en el Mundo (homo viator), sino que abre caminos en él, “hace sitio” y “da lugar” a vías inéditas, articulando la Tierra. Y a la vez, e indisolublemente, ésta pro-pone, hostil o propicia, lo denso y lo sutil (para abrirse paso), lo oscuro y lo claro (para los ojos), lo dúctil y lo duro (para la mano y la boca); en suma: los “materiales” que, una vez abiertos, separados y hábilmente entreverados y entrecruzados, serán identificados como “cosas” según su forma, colocando las cosas en su sitio dentro de un entramado de medidas. En este sentido, el término castellano “colocación” apunta muy bien a esta copertenencia de hombre y tierra para la producción de mundo. No sólo están las cosas “colocadas”, en el sentido de que guardan relación de lejanía, proximidad o contigüidad unas con otras -todas ellas referidas al “ahí” del existente humano-, sino sobre todo en cuanto que sus lugares respectivos surgen de una “colaboración” primigenia entre la iniciativa extática del ser-hombre (consistente en estar siempre “ahí afuera”, arrojado al mundo) y la opacidad estática del ser-tierra (un ser siempre “vuelto hacia dentro”, ensimismado). Hombre y tierra sólo existen, sólo se dan como maneras (una bella metáfora cristalizada, que recuerda la función primordial de la mano). No existe ni ha existido jamás algo así como Hombre sin más, o Tierra como “materia prima”. Ya el término mismo "materia" (proceda de “madera” o de “madre”) implica que se trata del extremo de una relación interactiva, y no de algo existente de suyo. Pues incluso cuando decimos que la materia es ajena al hombre o independiente de éste estamos apuntando a una incitación para la acción de apropiación o de rechazo, de acogida o de huida.


3.- El espacio y la roza

Tras estas primeras consideraciones, es preciso señalar que “eso” que llamamos comúnmente “espacio” es siempre la abstracción de un conjunto de actividades técnicas. Como señala Heidegger en su conocida conferencia El arte y el espacio, éste, el espacio, no es jamás primariamente un contenedor omnímodamente abarcante, ya provenga de una “exposición” fenoménica de Dios (como el sensorium newtoniano) o sea una forma de la sensibilidad humana (como en la intuición pura kantiana). El espacio surge siempre y en primer lugar al espaciar, al abrir caminos en la tierra. El término utilizado al respecto por Heidegger es roden, en castellano: roza: el “dar lugar” y el “despejar caminos, colocando”. Lo cual implica desde luego algo capital, pero ausente de la meditación heideggeriana, a saber: que abrir sitios para el habitar (para el cultivar, para edificar ciudades, para separar y acotar lugares sagrados, distinguiéndolos de lo profano, o bien -en el ámbito de la secularización actual- para distinguir lo público y lo privado), que ese “dar lugar” sólo tiene sentido desplazando, arrumbando e incluso aniquilando lo previamente situado en un lugar, y que ahora resulta abierto, “rasgado” por la acción técnica.
El espacio conlleva así inexorablemente un sentido de agresión y hasta de injusticia con respecto a los seres de la tierra y también, desde luego, con respecto a otros hombres. Las primeras manifestaciones míticas del “espacio” ponen palmariamente de relieve esta agresividad. La lucha entre los Titanes y los Olímpicos, por caso, narrada admirablemente por Hesíodo en su Teogonía, establece por vez primera regiones del espacio. Y la promesa de Yavé de otorgar la Tierra Prometida al Pueblo Elegido implica la roza (originariamente: quemar y talar bosques y montes para “dejar sitio” al obrar comunal), ya no de vegetales y animales, sino también y sobre todo de los pueblos que poblaban Canaán (roza que hoy continúa desde luego en Palestina), precedida por el “desgajamiento” de Abrahán de su propia tierra: Ur de Caldea.
Como cabe apreciar, toda esta constelación está signada por dos características fundamentales a las que Heidegger no atiende: 1) la estrategia técnica para conectar históricamente encuentros azarosos es siempre colectiva, comunitaria; 2) esa estrategia está teñida, necesariamente y por principio, de violencia y exclusión. Ahora bien, toda comunidad que se arroga interiormente -esto es, mediante decretos o leyes de obligado cumplimiento- la administración de la violencia es una comunidad política. Y como veremos, el arte público es la manifestación señalada de este carácter político, y más: ideológico. Pero antes debemos volvernos a la significación del arte en cuanto tal.


4.- El arte como un “dar lugar” a la tierra

Si se permite la expresión, el arte es la flor envenenada de la técnica. O para decirlo menos “poéticamente”, aunque no quizá con menor rigor: usando términos hegelianos, cabe decir que para nosotros o en sí hay arte allí donde una obra “desoculta” tierra, a pesar de que el agente, para él mismo y según parece, siga considerándose un técnico. Y en cambio, una obra tiende a convertirse en nada más que producto técnico cuando la copertenencia “hombre-tierra” es vista en ella como si esa relación fuera externa y se diera entre dos “entidades” separadas: de un lado el hombre (el propietario y usuario) y del otro la naturaleza (que se resiste a ser poseída, y debe ser por tanto forzada a ello, más por engaño que por violencia), con lo que ambos se integran en el producto acabado, excluyéndose de él como “resto desechable” tanto al artífice como a la tierra.
¿Qué queremos decir con todo esto? Para empezar, que el arte y la técnica no necesitan desde luego estar concentrados ni en ámbitos ni en cosas distintas a lo usualmente denominado como “técnico” (o a lo sedicentemente “natural”), lo cual explica el aparente misterio de que para nosotros o en sí haya habido -sobre todo en el mundo premoderno, mas también hoy- arte en muchas obras que ni los hombres de entonces consideraban una “obra de arte” (no sabrían siquiera qué pudiera significar esa expresión) ni nosotros mismos podemos tener por una obra exclusivamente artística. Puede haber arte en una obra sin que ella sea arte, sin más (piénsese en los templos griegos o en las catedrales góticas; mas también en un humilde “vaso de bon de vino”).
En la obra comparece de un lado el esfuerzo de un hombre (y por ende, de un pueblo) por dejar una huella viva de sus aspiraciones y deseos, de sus temores y esperanzas, o sea de sus tradiciones pasadas y de sus proyectos futuros, mientras que el respecto técnico de esa misma obra sólo vale para el presente, acabado el cual la obra -en cuanto producto u objeto de uso o de cambio- es ya inútil: está muerta y sólo es digna a lo más de figurar en un museo como bien cultural del pasado. Eso significa, por demás, que el respecto artístico de una obra viene siempre a destiempo, y más: se presenta a veces como algo intempestivo, como un verdadero contra-tiempo. Hablando estrictamente, hay arte en el presente, pero no arte del presente. De ahí la tentación de tomar al arte por algo intemporal, por una imagen sensible de lo eterno. Por el contrario, ese residuo (más intempestivo que extemporáneo), ese resto -quizá inapreciable o despreciable para el hombre o el pueblo que produjo la obra- instaura la extaticidad del arte. Nosotros leemos en la obra, entre líneas (eso es “inteligir”), esa extaticidad, ese “estar fuera de sí” del artista, arrojado como está en lo que de símbolo (de symbállein: arrojarse una fuerza contra otra hasta compenetrarse) hay en la obra. Pero, precisamente por ello, esa extaticidad configura por su parte la conjunción artística, puesto que la actividad del artista está en los materiales para “sacarles los colores”, para hacer resaltar la indisponibilidad de la tierra justamente cuando mezcla sabiamente los colores o talla hábilmente la piedra.
En una palabra, que espero no resulte ya esotérica: en el arte salen al encuentro, se “desocultan” dos “ocultamientos”: 1) el de la actividad humana, empeñada en luchar contra la muerte, no a pesar, sino porque el hombre se sabe mortal, 2) el de la retracción térrea por escapar también a lo que constituiría su “muerte” por consunción, esto es: a estarse quieta, causa en sí, sin relación con el hombre. Es siempre demasiado tarde para captar esa actividad en el arte y como arte. Cuando intentamos esa captación, la técnica oculta a la tierra y la convierte en blanda, disponible, insípida “materia”. Pero no es tarde simplemente porque el artista haya dejado ya su actividad plasmada en la obra, sino porque a través de su saber-hacer pasa silente la mortalidad, ese puente sobrecogedor entre pasado y futuro que se niega a hacer acto de presencia. También es siempre demasiado pronto para captar la retracción invisible de la tierra. Cuando intentamos aferrar esa fuga, lo único que permanece en nuestras manos es lo “natural”, algo que en apariencia nada tiene que ver con el hombre. Por eso, sólo en el arte se proyecta el hombre en y hacia la tierra a la vez que, en correspondencia y réplica, ésta se retira, deyectándose en el quehacer humano. En el arte, hombre y tierra están siempre in partibus infidelium: el arte sólo es cuando cada movimiento (2) se entrega al otro, dejando de ser él para que el otro sea. Identidad efímera, nunca presente, cruzada de alteridades contrapuestas. Si es verdad que, según Heidegger, la metafísica ha estado constantemente regida por el ideal de la presencia constante, entonces no hay nada más antimetafísico que el arte. Por ello no es extraño que la filosofía (al menos, la de corte tradicional) y el arte hayan estado siempre reñidos, a la greña.
¿Cómo apreciar entonces la cualidad, la calidad de algo que pretende ser considerado como arte? Obviamente, por la capacidad de la obra para diseminar lo térreo, para dejar que se manifieste lo sensible en cuanto que sensible, o sea en cuanto que indisponible a la acción técnica que, sin embargo, está en el corazón de esa misma obra. La calidad de una obra depende de que ésta haga brillar, al instante, la caducidad de las cosas y la mortalidad de los hombres, junto con el esfuerzo del hombre por arrancarse técnicamente a ese vértigo. La obra de arte es perenne, sí: pero en absoluto se trata de una copia o resplandor sensible de la eternidad (sepa Dios qué es eso), sino de la guarda de lo efímero, como ya Baudelaire alcanzó a entrever, ese artista que despreció jovialmente el “aura”, tanto del artista como de la obra.
Brevemente analizados pues qué puedan ser la técnica, el espacio y el arte, preciso es ahora afrontar el objetivo al que esos análisis tendían: dilucidar ese fenómeno actual denominado arte público. Pero para ello debemos entrever también qué pueda significar esa expresión, tan mostrenca, y tan poco pensada, de “público”.


5.- El público y el arte

Toda obra de arte está destinada a la contemplación. La obra es, por así decir, “extática”. Hombre y tierra de consuno se entregan al espectador en la “cosa” trabajada por el artista. Ante ella, el espectador puede sentirse conmovido, admirado, aterrado, y toda la panoplia de emociones que se quiera. Ahora bien, toda contemplación se da en un espacio. Y éste no es jamás meramente “físico”, sino que puede “dar lugar” a la conexión, o puede ocultarla, al desviar la atención hacia valores más pragmáticos, diríamos. Es evidente que una de las razones que han movido a muchos artistas actuales a dedicarse al “arte público” consiste justamente en evitar en lo posible el carácter venal, mercantil de su obra, destinada a “tesaurizar” el prestigio de su propietario (antes, el noble o el clérigo; ahora, el gran burgués). Se trata en suma de arrancar al arte de la contemplación privada, para ofrecerla al público.
Sólo que no sabemos aún qué pueda ser eso del “público”. Pero sí entendemos el hecho de que algo sea “público”, o sea: que esté a la libre disposición de todos por hallarse en un lugar abierto (sea urbano o campestre), o por lo menos que sea accesible a aquellos que puedan permitirse el pago de una (módica) entrada para ver un espectáculo. El público es pues el sujeto de lo público. Pero, según estos términos de “sentido común”, el público es entonces un sujeto anónimo, colectivo e indiferenciado. El se limita a atender a “lo que le echen”, como si se tratase de un alimento más o menos espiritual. Claro está que esa mostrenca definición (añadida al símil de la nutrición casi “animal”) deja ver enseguida un rasgo poco gratificante, a saber: la absoluta pasividad del público. Es verdad que éste puede, aconsejado por los críticos, no asistir por ejemplo a una exposición o a un teatro; pero entonces no hace sino sustituir una posible pasividad futura por una real pasividad previa: la emanada de su confianza en los configuradores de la “opinión pública”. También puede manifestar su aquiescencia aplaudiendo al final de la función o comentando después lo bien que se lo pasó admirando unos cuadros o escuchando un concierto. O viceversa, puede patear o marcharse del lugar público en el que se encontraba. Pero, en todos esos casos, él no participa en el proceso artístico: se limita ex post factum a señalar su favor o su rechazo. Cabe entonces la sospecha de que el carácter “plástico” de las obras, o sea la capacidad moderna de moldear ad libitum una materia dócil, se extienda igualmente al espectador.
Por ello, no hace falta ser de estricta observancia marxista para observar hasta qué punto puede ser manipulada ideológicamente una obra de arte sedicentemente pública, a fin de lograr a su través una aquiescencia (o un rechazo) al poder establecido. Claro está que la antítesis extrema de este peligro resulta igualmente nociva para la existencia del arte “público”. Pues esta otra interpretación vería en efecto a toda manifestación artística como destinada a una elite o, al extremo, a un individuo señalado, de manera que lo que llamamos “público” o bien estaría por entero fuera del circuito del arte (lo que “consume” como tal no es sino bazofia, la degradación -por imitación y divulgación- del arte au grand style), o bien haría que todos y cada uno de los espectadores fuera tal individuo entendido y hasta, a su manera, “artista” él mismo. En esta disyuntiva se entrecruzan el romántico hiperliberal, diríamos, y, paradójicamente, el teórico marxista, el cual sueña con que, en la sociedad comunista, los puestos del creador y del espectador serían absolutamente intercambiables en el individuo total, en el “universal concreto” del fin de los tiempos.
Estos dos extremos: por un lado el de la manipulación política del público, y por otro el de la desaparición de éste de la esfera artística (sea porque sólo unos pocos entienden y los demás “consumen”, o porque el “público” es ya una unidad distributiva de entendidos-fruidores) tienen su ejemplo y su modelo. Y los dos intentarán cubrir sus respectivas contradicciones: el primero, que podemos centrar en la utilización pro domo de lo clásico, porque en esa coyunda del artista y del político se insistirá en que ambos pretenden estar al servicio de un público ya formado gracias a la revolución (o a la reforma) política, y que, por ende sólo quieren “dar espacio”, hacer sitio a la manifestación de ese nuevo y libre ente colectivo; el segundo: el momento romántico, porque se escudará en su deseo de romper esa mostrenca universalidad colectiva del “público” mediante obras que necesitan, justamente, de ese “público” zafio como materia bruta a partir de la cual crear “individuos” libres. El primer modelo parte pues de individuos (que ya han sido con todo “semifabricados” como público político) para luego hacerlos pasar al elevado estadio de “público artístico”. El segundo, de un público “adocenado”, de las “masas” para convertirlas plásticamente en buenos receptores supuestamente individuales, y hasta en emuladores creativos. En ambos casos, empero, el público sigue estando sujeto a algo externo (que obra, claro está, por su bien), ya sea el Estado (las instituciones públicas, precisamente) o el Artista (el Midas de la privacidad, que pretende convertir en “privado”: o sea, en sujeto activo, individual e intransferible, a todo lo que él moldea). Arte para el público, pues, y no arte público.
La cumplimentación del primer modelo se dará en el neoclasicismo, triunfante por lo pronto en la “revolución” norteamericana (disfrazada de guerra colonial) de 1776 y, en seguida, en la Francia revolucionaria de 1789. Se procede aquí a una suerte de “geometrización política” de la flamante Nation, representada en colosales monumentos públicos (erigidos por así decir “de arriba abajo”), en los que el citoyen pueda “leer” la grandeza republicana de la que él forma parte y en la que, a la vez, queda como capitidisminuido: la Nación lo es todo, y el individuo debe estar dispuesto a sacrificarse abnegadamente por esa nueva Vida colectiva. De ahí el tamaño “sublime” de los edificios neoclásicos. Más que Roma, el modelo seguido por los grandes proyectos arquitectónicos de la época (precisamente por su tamaño y lo costoso de su realización no pasaron muchos del estadio de proyecto o plano, como en el caso ejemplar de Boullée) es tanto Egipto (piénsese en la escenografía de Schinkel para La flauta mágica) como una robusta -y algo tosca- Grecia preclásica, cuyo paradigma serían los templos de Paestum, puestos de nuevo a la luz por nuestro buen rey Carlos III (a la sazón, soberano de Nápoles), gracias al drenaje de las marismas y ciénagas en que estaban sepultados (¡de nuevo, la roza!).


5.1.- Utilización patriótica del arte para el público

Quizá el ejemplo más logrado de este colosalismo “patriótico” sea el Mall de Washington, en el que los ciudadanos de Estados Unidos ven reflejado aquí en la tierra el orden cósmico gracias a su largo rectángulo ajardinado, en el que nosotros podemos ver una fusión -quizá inconsciente- de las avenidas sagradas de Luxor o de Teotihuacán y de los jardines reales de Versalles y de Schönbrunn, en Viena: un espacio propio para las grandes manifestaciones y concentraciones patrias.
En el centro de este área “sagrada” -por secularizada que esté- y “cósmica” (3) se alza en fin el monumento a Washington, el célebre Obelisco de 555 pies de altura (casi 120 metros), erigido a imitación -desmesurada- del icono heliocéntrico egipcio: como si todos los demás monumentos fueran planetas que giraran alrededor de ese rayo solar petrificado. El gigantesco obelisco - construido tardíamente, entre 1848 y 1884- es el único monumento que, en relación al Mall (y a la entera ciudad), no está orientado ni tampoco apunta hacia ningún punto cardinal: eje vertical de la ciudad y del Imperio, prolongación lineal del punto cenital celeste, estable, macizo y soberbio en su desnudez, ninguna escritura recuerda los hechos del héroe en cuyo honor fue alzado (al contrario de los Memorials dedicados a Lincoln y a Jefferson), ninguna inscripción ni dibujo rasga su piel de mármol. Precisamente por centrar el nuevo espacio político, el Washington Monument “expele” direcciones sin absorber ninguna, en espléndido aislamiento. Es bien significativo que apenas nadie se acerque a contemplarlo de cerca (¿qué sentido tendría ello?) ni se celebren manifestaciones en torno a su base.
En el Mall washingtoniano no hay viviendas, salvo que entendamos por tales la eterna morada de las efigies de los “semidioses” Lincoln (meditabundo, como un héroe sufriente surgido de los cantos de Ossián) y Jefferson (el laico razonador jovial, como si fuera un descendiente de Atenea); o bien, al otro extremo, el refugio de los homeless que aprovechan las esculturas de los laterales de la avenida para establecer allí -en vívido contraste postmoderno- su guarida nocturna. ¿Quién es entonces el usufructuario de la vasta apertura del Mall, esa inmensa corte vacía (recortada en efecto por los edificios y las líneas de árboles) cuyas dimensiones hacen imposible el paseo, al contrario de lo que sucede en las Tuileries parisinas, en el Unter den Linden berlinés o -en otros tiempos- en el Paseo del Prado madrileño? Todo el conjunto recuerda a un inmenso catafalco (4), como si se tratara del plano rectangular de un sepulcro proyectado para un gigante muerto que nunca yacerá en ese lugar. Como si fuese un sepulcro vacío, al aire: pura superficie, centrada por el Obelisco: estaca solar que quisiera clavarse en el corazón del difunto, si éste existiera. Ese gigante (que prefiere no existir a ocupar el sepulcro a él destinado) es el Dios medieval y, todavía, barroco. No hay ninguna iglesia en el Mall de Washington, que podríamos comparar también con el vaciado de un vasto templo de planta basilical, sin más “paredes” que la arboleda, sin otra “techumbre” que el cielo, sin más “nave” que el césped, sin más “altar” que el Obelisco. ¿Quién ocupa ahora su lugar? We, the People: un sujeto colectivo y anónimo, que sólo existe si es reunido en concentraciones masivas. Todo el Mall es entonces -permítaseme una nueva comparación- como un aéreo monumento al ciudadano desconocido. The People no es el “pueblo”, bien estructurado según las relaciones de producción capitalistas, sino el “gentío”, o sea: el público, una encarnación móvil (movida como está en efecto por emociones y pasiones, más que por razones) del “espacio político”, una subjetivización del término neutro: “lo público”.
Al respecto, lo verdaderamente significativo es que todo ese tinglado político-artístico rara vez ha funcionado. Al contrario de las Fiestas francesas de l’Humanité, al contrario también de las concentraciones de masas del fascismo, el “público” fantasmal norteamericano sólo en escasas ocasiones (por ejemplo, al final de la Segunda Guerra Mundial) ha llenado el espacio que los poderes públicos habían destinado para él. Al contrario, ese público está hoy dividido y organizado como “turismo” por los tour operadores (sin ellos, se perdería), o bien se desboca, tumultuoso, en airadas manifestaciones colectivas (como en la Guerra del Vietnam o en las concentraciones de la “gente de color” -seamos políticamente correctos), dirigidas precisamente contra ese abstracto Poder que preparó el espacio político para ver encarnada en él su gloria, y que ahora ha caído en su propia trampa (aunque quizá no sea la cosa tan trágica: es necesario que la gente se desahogue, que haya movimiento para introducir cautas enmiendas en la Constitución: sustitución laica del “Dios relojero” newtoniano).
¿Es éste un arte público? Ciertamente, no. Es un arte diseñado para uso público, o mejor: para que haya público. Sólo que ese mismo público se niega a ocupar ese “lecho de Procusto”, salvo para protestar en el espacio abierto, y tan artísticamente dispuesto, por el Poder democrático. El pueblo ha sido desplazado ideológicamente por un fantasma. Y ya sabemos que los fantasmas no existen, salvo cuando aterrorizan, cuando amenazan con hacer saltar por los aires el orden establecido.


5.2.- Pero, ¿hubo alguna vez un individuo?

¿Dónde está entonces, cuál es el lugar del público “de verdad”? Ese lugar es el hogar privado. La operación anterior, neoclásica e “imperial”, fue un fracaso porque, siguiendo las normas de la Máquina tecnocientífica y de la maquinaria estatal, pretendía crear desde arriba, desde decretos emanados de la Constitución y llevados a cabo por comisiones “oficiales”, al sujeto nacional y masivo, haciendo como si no supiera que ese sujeto estaba ya internamente configurado y estructurado por las leyes capitalistas del Mercado Libre: sujeto en efecto a ellas. El Mall, y el espacio que ejemplarmente representa, constituye a este respecto una magnífica contradictio in terminis, porque el Poder que lo construye emana -dicho sea anacrónicamente- de la “lucha por la existencia” sociodarwinista, de la concurrencia feroz entre individuos y Corporations privadas, mientras que, al mismo tiempo, ese mismo Poder pretende ocultar todo conflicto aireando la leyenda: E pluribus unum, mediante la idea de la Nación “única e indivisible” (formada paradójicamente por Estados federales y, por ende, relativamente autónomos), por la que todos, en general, debieran estar dispuestos a verter generosamente su sangre a fin de que levante el vuelo, orgullosa, el águila americana (autóctona, dicen los entendidos), con sus rayos jupiterinos y todo. Sólo que en Norteamérica no existe algo así como "todos, en general". Ese presunto “público” (en verdad, un espectro) es la intencionada máscara con la que el Poder liberal-capitalista oculta la lucha de intereses económicos, de razas, etnias y orientaciones sexuales que agita y da sabor al melting pot americano (en ocasiones, más cerca del pot pourri: nuestra "olla podrida").
El individuo surgirá de ese desengaño respecto a la flamante “alma colectiva” prometida: un alma, primero, nacional y republicana; y luego, aparentemente en poco tiempo, universal -sólo haría falta entablar la batalla final, el Armagedón laico-, reunida como estaría pacíficamente la Humanidad, reconciliada con las potencias de la tierra y del cielo mediante el abrazo de un nuevo "Mesías de mil miembros", como soñara Novalis en La Cristiandad o Europa (1799), en torno a las mesas ya de antiguo preparadas para celebrar la Fiesta de la Paz (la Friedensfeier del himno hölderliniano, también de 1799): después de la revolución política habría de llegar, pues, la Revolución Sagrada preconizada por esos poetas, y también por Schleiermacher y Friedrich Schlegel. O al menos, nos encaminaríamos a la paz perpetua avizorada por Kant ya en 1784 (¡antes de la Revolución!) gracias a la implantación de una Weltrepublik, de una república mundial, luego rebajada (¡tras el Terror!) a una mera Confederación de Pueblos Libres.


5.3.- El individuo y el público

Sea como fuere, no cabe duda de que los epígonos del romanticismo (piénsese en Xavier de Montepin o en Alejandro Dumas, hijo) contribuyeron en gran medida a la generalización del individuo. De ahí nació la ideología (fecunda, con todo, y eficaz para frenar las tentaciones colectivistas del socialismo, como hicieran Heine o Stirner con Marx) relativa a esa fantástica entidad refugiada en el fondo de un alma emotiva y apasionada, conectada sentimental y empáticamente con almas afines.
Así las cosas, ¿podemos contestar ya a la pregunta de quién o qué es el público, esa “cosa neutra” a la que tantas vueltas hemos venido dando? Arriesgaré una respuesta: el público no es ni el individuo, altiva y un poco patéticamente aislado, ni el ciudadano burgués que cumple satisfactoriamente con todas sus obligaciones sociales, sino la encrucijada de ambos movimientos contrapuestos, que forman así una X: la incógnita representada por ese “doble” que (como nuestro Fausto) nunca está en lo que está, que se halla siempre fuera de lugar, en territorio enemigo, siempre in partibus infidelium, incapaz de mirar sin terror su cerrada individualidad, incapaz de protestar también ante la distribución de funciones a la que la vida social le obliga. Andando el tiempo, este mismo “público” estará formado por hombres que se conmueven hasta el llanto oyendo Lieder de Schubert cuando “toca”: en la sala de conciertos o en el salón burgués, y a los que no les tiembla la mano para reprimir por la fuerza pública una huelga en su fábrica, también cuando “toca” (o más aún, para expedir una “partida” de judíos a un campo de concentración, como denunciará eficazmente Hannah Arendt). El público, el público verdadero, es un peligroso campo de tensiones, y no la multitud gris y uniforme que habría de llenar, jubilosa, el ancho espacio del Mall de Washington, ni tampoco la masa fascista, esa “materia prima” henchida de emociones y falta de razones, lista para ser moldeada por el genial Artista de la política, como soñara Mussolini. Menos aún constituye público el “hombre nuevo” socialista, higiénica y racialmente mejorado corporalmente por la eugenesia y espiritualmente configurado por la obediencia -consentida y con sentido- a las leyes inmutables del materialismo.


6.- Por fin, el arte público

Pues bien, el arte público es la exposición simbólica de esa encrucijada, de ese límite dual, a la vez individual y colectivo. No es un arte para el público ni del público, sino un arte que toma como objeto de estudio al público mismo, a la vez que pretende elevar a ese público a sujeto consciente y responsable, no sólo de sus actos (último refugio ético del buen burgués), sino de los actos cometidos por otros contra otros: porque él mismo, el público, ha de saber (algunos lo saben ya, al menos desde Baudelaire y Rimbaud) que yo es otro. No mis circunstancias, sino el corazón rajado de un “sí mismo” irremediablemente social.
El arte público no configura, según esto, un nuevo y más justo “espacio político”, sino que pone en entredicho todo espacio político, ya sea en una suerte de revelatio sub contrario, al poner de manifiesto la enfermedad social justamente cuando el hipermoderno “hombre dual” intenta “evadirse” de ella divirtiéndose, por caso, en un parque temático (en grotesca popularización tecnológica de la “ensoñación” romántica), ya sea en cambio por luchar obstinadamente contra los espacios destinados oficialmente al “público” dentro de esos mismos espacios, poniéndolos literalmente en ridículo con sus obras (como en el movimiento pop, en el minimal y en el land art), o bien por mostrar sibilinamente la contradicción de la modernidad, introduciendo en ella callada, doloridamente, las voces de los muertos por una “patria” que cree honrarlos mediante un monumento fúnebre, el cual, con su sola presencia, denuncia precisamente esas honras.
Es preciso constatar un hecho: el arte público tiende hoy cada vez con mayor fuerza a apoderarse de todo el ámbito artístico (o sea, a identificar asintóticamente “arte público” y “arte actual”), de manera que las obras destinadas a museos, coleccionistas (obras que se hallan “de paso” en la “estación” llamada "Galería de Arte"), salas de conciertos, teatros o cinematógrafos empiezan a ser vistas como “cosa del pasado”. O bien, si se trata de novedosas “obras de encargo”, son soportadas más o menos estoicamente por un público que oscila entre la indignación y la mofa (viendo en esos encargos la intromisión del Poder -estatal o empresarial- en sus gustos, ya bien afianzados tras tanta “historia del arte”), la comprensión un tanto cínica (al fin, se dice el espectador, tiene que seguir habiendo artistas, que de algo tienen que vivir) y, por último, la necesidad de distinguir y adornar el hogar privado con “lo más novedoso” (por ininteligible que resulte: basta que “haga juego”), en la esperanza de que la compra represente una buena inversión futura (más para realzar la obra como signo de alto nivel de vida que para venderla).
¿A qué es debido este generalizado fenómeno de arrumbamiento del arte tradicional, el cual ha llegado al punto de ser visto -contra la propia definición del arte, que implica una receptibilidad pública- como arte privado? En primer lugar, a mi ver, esta “retirada” -casi desbandada- se debe a la expansión planetaria del Mercado, que ha invadido la esfera cultural -antes tan elitista- de tal modo que a nadie le extraña oír hablar ya de “industria cultural” (analizada por Benjamin o Adorno, entre otros) o de “sociedad del espectáculo” (término popularizado como es sabido por Guy Débord y noción analizada en profundidad por Jean Baudrillard), y también -con toda naturalidad- del “Mercado del Arte”, o sea: de la obra de arte entendida como producto mercantil, todavía rodeada de un “aura” que no proviene ya de su significado ideal o de su calidad intrínseca, sino del privilegio de que un individuo, una empresa o un sector del público sean los primeros en contemplarla, antes de su difusión masiva. Ahora son esos “afortunados” los que colocan sobre la obra una efímera aureola, que ella perderá en cuanto sea vista por “la gente”.
Por otra parte, ese mismo Mercado -obedeciendo desde luego a las presiones y gustos del público- ha contribuido a difuminar las fronteras entre el arte, el diseño y la publicidad. Por eso hay todavía artistas que pretenden huir de esta commodification de sus obras, “saboteando” por así decir lo que el público entiende por “arte”, e impidiendo por el tamaño, la ubicación, los materiales y la función (o mejor, disfunción de la cotidianeidad) de esas obras su “compraventa”. De esta inquietud subjetiva del artista ante este universal “cambalache” proviene de un lado buena parte de las obras de arte público actual (permítaseme la redundancia).
En todo caso, como se ve, una de las líneas que llevan al arte público proviene de la individualidad romántica, que lleva lo merveilleux hasta la extravagancia, bien para protestar contra el circuito de “producción y consumo” del arte establecido y repetido ad nauseam, bien para defender a los “sin voz”, prestándoles la propia. Recuérdense sin más Los miserables, de Victor Hugo, y su larguísima progenie, oscilante entre el elitismo del artista “apiadado” por los sufridores y el populismo -más o menos comprometido- de los murales mexicanos o del “realismo socialista”, que pinta en las paredes del Poder al pueblo -sublimado- oprimido por aquél (al igual que en las mansiones inglesas se colgaban los trofeos de caza).


6.1.- Decadencia del monumento

Como es fácil sospechar, la otra línea proviene de la divulgación de la grandeur estatal. Una “grandeza” que, como ocurrió con la mercantilización del arte, se ha ido debilitando hasta convertirse en kitsch (según consideramos hoy al gigantesco “decorado” vacío del Mall washingtoniano). El arte monumental, que centraba los grandes espacios públicos, ha pasado a la historia, enquistado en nuestras ciudades como un resto del pasado. Los monumentos cumplían, en efecto, dos funciones, hoy casi periclitadas:

1) Permitían que el público se reuniera en su torno, en cuanto “creadores” de un espacio abierto por ellos, dado que su emplazamiento configuraba por lo común, naturalmente, una plaza; o bien estaban ubicados en jardines y parques, conjuntando así las glorias de la historia patria con una naturaleza dominada y estructurada, como símbolo de la dominación general de la urbe sobre el territorio; en una palabra, los monumentos (y con ellos las plazas, los jardines y los parques) formaban parte de un triple modo de espaciar, de “hacer sitio” público y de “hacerle sitio” al público: 1) un “vacío”, abierto para todos como lugar de “esparcimiento”, 2) delimitado por lo volumétricamente “lleno” -pero racionalmente “ahuecado”-: los edificios y locales de uso colectivo (oficiales o en manos privadas, pero al servicio del público, aunque restringiendo y “parcelando” a éste según funciones), y 3) “líneas” de conexión: la red viaria. Aparte de ello, como “puntos” atractivos y, por ende, impenetrables de fuera a dentro (están protegidos legalmente contra el allanamiento de morada) y a la vez como idealizadas “esferas” repelentes de dentro a fuera (pero ubicadas de hecho cada vez más en edificios funcionales construidos según el modelo de la empresa), se hallan los hogares o viviendas: el sacrosanto refugio individual y familiar. Esta geometría urbana era bien sencilla: se acotaban para el ocio ciertos “espacios protegidos” de la ciudad o su entorno, como nexo inmóvil de unión entre el externo movimiento viario y la interna actividad religiosa, oficial, comercial, industrial y de entertainment (el respecto público que estaba al servicio de la producción mercantil y de la reproducción ideológica) por una parte, y los hogares privados por otra. Así, dentro de la neta distinción entre lo público y lo privado, los monumentos y los espacios que ellos “marcaban” constituían por así decir la condición de posibilidad de manifestación del pueblo en general, sin más determinación (algo así como el “ser” hegeliano, es decir: “nada”: sólo una pausa, un hueco en el trabajo productivo o un “vacío” para ser llenado por las capas improductivas; llenado, a saber, al menos por su propia e inservible presencia corporal).

2) Los monumentos y sus espacios estaban proyectados también de acuerdo a un idealizado orden temporal, histórico: enlazaban el pasado y el presente, convirtiéndose así en una suerte de aide-mémoire colectiva (y recordando de paso que los actuales gobernantes se sentían herederos legítimos de las efigies y símbolos allí representados), dando así a la nación sus señas (más bien míticas) de identidad y casi “eternizándola”, como si el tiempo no pasara para ella, y sí para las generaciones, que se veían ya de antemano “inscritas”, protegidas dentro de esa historia congelada, permanente (a veces, tanto la plaza como el monumento aluden directamente a una fecha: p.e., la plaza del Dos de Mayo, de Madrid). Normalmente se alzaban esos monumentos sobre pedestales en los que los ciudadanos podían leer el nombre y las hazañas (con sus fechas) del homenajeado, el cual era también por lo normal un egregio militar montado a caballo (señal de dominación racional sobre la fuerza bruta, ella misma simbolizada por un noble bruto), un estadista o incluso -como graciosa concesión del Poder- un artista plástico o un literato. Por lo demás, este arte mimético no hacía por lo común sino proyectar a gran escala (king-size, larger-than-life, según la plástica expresión inglesa) y poner “de puertas afuera” el arte del museo, reconvirtiendo a veces la pintura en escultura. Arte, pues, de “edificación”, de conversión del tiempo fugitivo en espacio sólido, coagulado.

Como antes apunté, esas dos funciones están dejando de tener sentido. La primera, relativa al espacio social, porque el crecimiento vertiginoso del sector de servicios en la ciudad y el desmesurado desbordamiento de ésta fuera del “casco urbano” exige la utilización de todo espacio libre disponible para integrarlo en la red viaria, de modo que ahora los monumentos quedan en el mejor de los casos “ahogados” en medio del tráfico, sirviendo los espacios por ellos delimitados de “islas” o rotondas para facilitar los cambios de sentido (véase -desde el coche- la estatua ecuestre del Marqués del Duero, en el Paseo de la Castellana de Madrid). Naturalmente, sigue y seguirá habiendo todavía monumentos esparcidos por los jardines y parques públicos, pero apenas si cumplen ya una función subordinada de “puntos de referencia”. La guarda decimonónica -y con esto paso a la segunda función- de la memoria de la identidad nacional: de la historia y sus gestas, estaba ya dejando rápidamente de tener sentido desde los años sesenta, dada por una parte la creciente uniformización del International Style -con la consiguiente destrucción de los edificios históricos que enmarcaban plazas y jardines- y por otra (un fenómeno concomitante) la irrupción de oficinas y empresas multinacionales en el casco histórico, cuyos empleados y ejecutivos conocen desde luego mejor los referentes culturales provenientes de la “casa madre” que a los próceres de su país.
Quizá no sea tan escandaloso este estado de cosas como al pronto parece; al fin, el esquema urbano “monumental” obedece al mismo principio general que el “hipermoderno” (sólo que antes la clase alta habitaba dentro de la ciudad, y ahora fuera): en ningún caso se ha proyectado el espacio público en función de las necesidades reales -digamos, higiénicas y corporales, de “asueto”- de los hombres que acuden a él, sino que su distribución, extensión y estructura responden a un programa de troquelación y parcelación de los espacios -y de los individuos que se mueven en él- según sistemas abstractos procedentes en última instancia de la organización científica, política y mercantil, que dicta a los hombres cuáles han de ser en cada caso sus hábitos de conducta, tanto en lo “lleno” (los edificios “ahuecados”) como en lo “vacío” (parques y jardines; lo único que nos va quedando: las plazas y hasta las aceras están desapareciendo de las ciudades de Norteamérica). La civilización del automóvil no precisa ya de esos espacios libres, porque las vías de circulación rápida y luego las autopistas conducen directamente al campo, a la zona residencial o a la “parcela”. Paralelamente a este fenómeno, la degradación de la vida pública dentro de la ciudad confiere una nueva función a parques y jardines: de día, refugio de viejos, parados y emigrantes clandestinos; al atardecer, lugar propicio para tender emboscadas a transeúntes despistados; de noche, campo abonado para la prostitución y la venta de drogas, y a la vez habitáculo de los homeless. No es extraño entonces que los monumentos que “adornan” esos lugares estén llenos de graffiti, y que sus alrededores compongan una buena ilustración -no artística- de la “teoría de los residuos”.
Tampoco es extraño que el concepto y la práctica del public art provengan de Norteamérica, que ha extendido al “mundo civilizado” ese modelo urbano (en correspondencia al dominio económico y político de las empresas multinacionales) con la misma franqueza y naturalidad con la que Roma tachonaba su imperio de ciudades quadratae o la Francia del Segundo Imperio exportaba al mundo las grandes vías radiales: los anchos bulevares y avenidas. Ahora bien, el actual modelo de desarrollo inmobiliario especulativo ha influido de tal modo en la producción del espacio mismo como mercancía que todo resulta ya tan absolutamente funcional como absolutamente estéril. A muchas aglomeraciones urbanas de Estados Unidos no les conviene ya siquiera ser tildadas de "ciudad", formadas como están por: rascacielos (conectados entre sí por “postigos” arriba, y por aparcamientos comunicados por túneles abajo), en la down-town; centros feriales y de convenciones, así como zonas residenciales -aisladas entre sí-, en las afueras; por strips comerciales o lúdicos (con el Strip por excelencia: el de Las Vegas), en las vías de conexión entre down-town y up-town; y grandes centros -casi miniciudades- conectados ganglionarmente a las autopistas: los malls (que hay que escribir ya con minúsculas y en plural). Esta creación de espacios, esta roza se repite por doquier, y así va desapareciendo todo sentido de lugar específico, afincado en la naturaleza (compárese esta “geometría” con la de las ciudades y pueblos de Suiza, por ejemplo). Si se está en un sitio o en otro, ello depende exclusivamente del día (de trabajo o de fiesta), la hora (según la jornada laboral) y la función (según trabaje en el interior del edificio o sea un ejecutivo go-between, siempre unterwegs). Y desde luego da igual estar en una ciudad o en otra: la tan cantada movilización social podrá favorecer a la empresa; pero a la gente le parece que no se ha movido de su sitio, tan insípido como cualquier otro: nomadismo como piétiner sur place (los americanos tienen un buen término para designar ese vacío: placelessness). Con un poco de ironía, podría decirse que a esta situación de planificación absoluta de los espacios, de este juego de “lo lleno y lo vacío” donde -por fin- hay público en general y consenso formal (todos van allí a comprar o a mirar cómo lo hacen los demás), le corresponde perfectamente el ideal habermasiano del diálogo libre de dominación.
Pues bien, el arte kitsch sirve a esa idea de “consenso” civilizado y de “limpieza” de todo espacio, para ocultar el carácter políticamente violento de todo “dar lugar”. Mientras que el arte genuino atiende a la callada y latente función de la tierra y a su opaca labor de constante devastación y creación de superficies y formas, como un antiguo y perenne oleaje, el kitsch intenta por todo los medios ocultar justamente todo eso. Pretende “purificar” a la naturaleza y a las manifestaciones artísticas de todo rastro de “tierra”, poniendo ambas regiones a disposición del usufructuario. Eso es kitsch: consumo de simulacros como si ellos representasen “las maravillas del mundo”. Más que de imitación, habría que hablar en este caso de usurpación.


7.- El arte de la tierra

Por el contrario, la obra de arte muestra, dentro del quehacer técnico, el sinsentido último de éste, a saber: la pretensión humana, demasiado humana, de habitar para siempre y en paz la tierra. Y el arte público extiende esta labor de Sísifo al público mismo, tomándolo como tema ejemplar de su meditación, sacando a la luz el espacio político en el que aquél se inscribe e intentado romperlo, desarticularlo y recomponerlo de mil maneras, para que en el público resurjan conciencia y memoria: para que recapacite sobre su situación social y haga memoria de su condición humana. O sea: para que deje de ser público en general (justo lo pretendido, primero, por el Estado-Nación; y luego, por la industria tecnológica del espectáculo, que promueve la creación de parques temáticos como paradójicos exitantes - sedantes). De ahí la resistencia que la gente suele ofrecer a un arte que intenta conmocionar la seguridad mostrenca de su existencia.
Y de ahí también el hecho de que lógicamente fuera el land art, con sus earthworks, la primera manifestación (incluso cronológica) de un genuino arte público. Aquí no hay artimañas ocultas tras el alabado redevelopment de las ciudades, sino al contrario: aquí se ofrece una honrada puesta de relieve, por parte del hombre, de la land reclamation, de la reivindicación de la tierra, “tapada” por el país (el territorio, nacional o comarcal) y el paisaje (entendido usualmente como pintoresco marco y horizonte a la vida humana).
Con ellas ha nacido, no sólo el arte público en general, sino también un nuevo tipo de arte, inclasificable en los cánones tradicionales. Las suyas son, ciertamente, “obras” plásticas, pero no pueden ser consideradas desde luego como pintura, ni tampoco como escultura (por más que Robert Morris y otros denominen así a sus obras), ya que ni tiene la menor intención de permanecer (no es “edificante”), ni cierra y da bulto a un vacío, llenándolo con su rotunda presencia, ni tampoco juega siquiera con la creación de vacíos como intersticios o rupturas de lo lleno. El land art (un término de imposible traducción) (5) no “modela” el vacío, encerrándolo en unos límites para ponerlo al servicio del hombre. Todo lo contrario: abre “vacíos” en lo lleno, en lo aparentemente dispuesto de forma sólida y estable para ser habitado. Desde el punto de vista espacial, tan relevante para nuestra temática, el land art crea una relación dialéctica, no sólo con el entorno, espaciado y, por ende, excluido a su alrededor (como en el caso de los templos griegos), sino con el sitio que él, con la “ocupación” que hace del terreno y con la “operación” por la que él deja ver “tierra”, por vez primera crea. El land art es a este respecto implosivo: el vacío creado por la acción humana succiona espacio, en lugar de “abrir lugares” para la vida.
Éste es a mi ver el rasgo fundamental que confiere a esa acción el carácter de arte. Y por otra parte es rigurosamente público porque libera a la tierra, también por vez primera y aunque sólo sea simbólicamente y a distancia, de toda posesión y de toda jurisdicción, sea ésta privada u oficial. Pues lo oficial no es sin más lo público (6), ni los individuos sujetos a la administración estatal tienen que agotar el significado del concepto: “el público”. Al contrario, buena parte del arte público viene librando una sorda batalla contra esa interesada identificación. Hacia dentro: intra muros, diríamos, mostrando incluso agresivamente formas posibles de organización no estatalizables. Hacia fuera, como hace el land art, mostrando una posible relación del hombre, de cualquier hombre (una forma no alienada, ésta, de público en general), con la tierra que él no habita, sino que deja ser precisamente por una acción artística (o sea: no venal, no posesiva ni representativa) sobre ella. Ese arte no quiere que haya espacio a disposición del “público”, porque todo espacio está bajo el signo de la dominación. Quiere que éste se rompa y disperse en el vacío, a la intemperie, en favor de la tierra. Y eso no es kitsch.


8.- In memoriam

Con todo, esa irrupción de “tierra” deja intocada la memoria histórica del apresurado habitante de la ciudad. El land art nada sabe ya ciertamente de monumentos, pero tampoco “destruye” simbólicamente el valor político-ideológico de éstos como “glorificadores” del pasado, para no tener que enfrentarnos ya más con éste. De ahí el surgimiento actual de un arte público comprometido en evitar el cierre de la herida del pasado: un arte literalmente dirigido contra todo monumento.


8.1.- “Monumentos” para acabar con todo monumento.

Así el Gegendenkmal o “Antimonumento” de Jochen y Esther Gerz, erigido en Harburg, un suburbio de Hamburgo poblado por Gastarbeiter turcos y obreros. Se trata (o se trataba) de un remedo de “obelisco” situado frente a un centro comercial, al lado de un depósito de gas carbónico (y no desde luego a la vera de un museo como el Guggenheim). Es o era un largo paralelepípedo prismático (12 metros de altura) de aluminio sin pedestal, exteriormente forrado de una capa de plomo, y provisto de un punzón de acero para poder escribir sobre el plomo... ¿qué? Una inscripción a la base recuerda que éste es un “monumento” contra las víctimas del fascismo, de todos los fascismos. La inscripción está firmada por los artistas, e invita al pueblo a que escriba allí también, de abajo a arriba sus nombres, como manifestación de compromiso moral para que la violencia y los atropellos nunca más tengan lugar en la sociedad. Lo verdaderamente original de este “antimonumento” estriba en que, cuando las cuatro caras del prisma están llenas de firmas, nombres o frases en un metro y medio de su superficie, la pilastra se hunde en el suelo, a fin de que un nuevo espacio libre sea accesible a los firmantes. Así, progresivamente, el “antimonumento” acabaría por desaparecer enteramente (no sé si lo habrá hecho ya), habiendo devuelto la memoria al pueblo, secuestrada antes por el monumento decimonónico, y “congelada” por él. Ahora es la gente, la gente llana la que tiene que conservar esa huella, en lugar de fiarla a la permanencia de un monumento cuyo sentido normalmente se desvanece, sirviendo tan sólo de punto de referencia en la geografía urbana (justamente como los obeliscos egipcios de Roma servían para indicar de lejos los lugares donde se ubicaban las basílicas mayores de la Ciudad Eterna, cuya visita era obligatoria para ganar indulgencias)(7).
De todas formas, los artistas no contaban con la muy plural estratificación ideológica del “público” (quizá habría bastado con que vieran la sustitución actual de las “pintadas” de tipo político y revolucionario por grafitti sin sentido, meramente lúdicos, con anagramas ininteligibles, sólo por el gusto de realzar momentáneamente y ante el grupo una personalidad asfixiada). Y así, el Gegendenkmal se ha llenado, junto con firmas y frases solidarias y de aliento, de otras banales; y, lo que es más peligroso, los grupúsculos neonazis han aprovechado la ocasión para recordar el brote del fascismo actual: la xenofobia contra los turcos (de ahí frases tan lindas, y repetidas, como: Ausländer raus!, “¡Fuera los extranjeros!”). Y es que, remedando a Kant, podríamos decir que vivimos en una época de ilustración (ya no limitada a los varones cultos de la nación, sino a toda etnia o grupo: religioso, político o de diferenciación sexual), pero en absoluto en una época ilustrada, en la que pueda dejarse sin más a la memoria y conciencia de cada ciudadano la custodia de los muertos. De ahí la necesidad de las “acciones” temporales en la calle, breves pero frecuentes, que recuerden constantemente el derecho a la diferencia, a la actuación solidaria y a la lucha contra el fascismo cotidiano, en lugar de petrificarlo en un determinado lugar y fecha, y de condensarlo en una sola comunidad, epítome de todas las “víctimas” de la tierra.
Es más: incluso es posible que la permanencia granítica (nunca mejor dicho) de algún “grandioso” monumento, como el del Valle de los Caídos en la sierra madrileña, con su cruz visible a kilómetros de distancia, sirva para recordar a la contra los horrores de nuestra guerra civil, en lugar de integrarse sin más en el paisaje (cosa que también ha sucedido) o de servir de estación en la “ronda” turística de foráneos (función que ese tosco monumento cumple igualmente, dado su bello entorno forestal y su cercanía a otro enorme monumento berroqueño de planta de “parrilla”: el Monasterio de El Escorial). Claro está que esos monumentos, que nos recuerdan a su pesar un pasado que el buen “público” consumidor de cultura no conoce (o que quisiera olvidar, porque “éstos son ya otros tiempos”), necesitarían de una buena dosis de agresividad o sarcasmo para que su función farmacológica de antídoto llegase revulsivamente a todas las capas de la población.
Esto es lo que pretendió Hans Haacke en la muy conservadora ciudad austríaca de Graz, con ocasión de la “anticelebración” de los cincuenta años del Anschluss de Austria por parte del Tercer Reich (1938-1988). Haacke revistió una columna dedicada a la Virgen (tan típica en las católicas ciudades austríacas, como reacción a la iconoclastia protestante) de un gris obelisco, un prisma rematado en una copa votiva y que en sus caras mostraba el águila nacionalsocialista, con la agresiva y admonitoria inscripción: Und ihr habt doch recht (“Así que, después de todo, habéis tenido razón”), donde “vosotros” alude, obviamente, al fermento del nazismo bajo la capa confortable y anodina de esa burguesía -diríamos, con el Marqués de Bradomín- “fea, católica y sentimental”. Pero aquí no fue la participación ciudadana la que, paulatinamente, provocara la desaparición de este daídolon, sino una bomba incendiaria colocada por un neonazi, con lo cual el “antimonumento” de Haacke cumplió a la postre perfectamente con su objetivo: al final, ellos seguían teniendo razón.
De esta manera, y paradójicamente, el “monumento” permanece, brillando por su ausencia, como una parda mancha que oscurece las conciencias de quienes habitan esta idílica ciudad, a orillas del Danubio. El arte público, como revulsivo de la indolencia con que el público, azacaneado por su trabajo o sus ansias de diversión, acaba por olvidar la propia, triste y oscura historia de un pueblo que está ya confundiendo lo público con el advertising de los anuncios luminosos de neón, las vallas publicitarias y los spots televisivos.
¿Cómo conjugar por un lado la permanencia de un pasado que se niega a ser enterrado y enmascarado por el monumento que dice estar erigido en su honor, y por otro el inevitable paso del tiempo, que aporta nuevos afanes y preocupaciones, nuevos estilos de vida y nuevas reacciones de odio y de solidaridad? ¿Cómo evitar que una tragedia se haga anodina a fuerza de estar continuamente “de cuerpo presente” o, al contrario, que logre máxima difusión escandalosa en los medios de comunicación de masas, pero sólo de manera efímera, casi instantánea, dada la acumulación de noticias que la globalización de las comunicaciones acarrea consigo? Si se pudiera lograr esta suerte de reviviscencia continua, de herida que se niega a ser cicatrizada y que se plasma en un monumento tolerado (¡no financiado!) por los poderes públicos para recordar a esos poderes que ellos deben estar al servicio, no sólo de un pueblo concreto, sino de la paz y concordia universales, entonces ese monumento constituiría la más grande y literalmente extravagante e intempestiva manifestación de arte público (pues que obliga a mirar, como con estrías en los ojos, a un pasado vergonzoso). De esta manera quedarían perennemente conectados los dos extremos necesarios para la existencia de un arte verdaderamente público: la grandeur (propia de todo espacio político) y lo merveilleux, que lleva a cada espectador, emotivamente participante en el duelo colectivo, a trasladarse con la memoria a un tiempo reciente -y ya ajeno- y a un mundo exótico bien cercano a esa Polynesia de cartón piedra fingida en el Port Aventura de Salou. Un mundo exótico destruido por las bombas de napalm del llamado “mundo libre”, de la “civilización occidental”, representada ejemplarmente por la Nación que confía en Dios y extiende una “paz” imperialista a base de fomentar conflictos en los márgenes de la sociedad postindustrial, postcapitalista, postmoderna, y todos los post- que uno pueda imaginar.


8.2.- Una cicatriz para dejar ver la herida

La aproximación a este ideal de denuncia y, por ende, la obra de arte público más hermosa, conmovedora y sutilmente desenmascaradora que yo conozco está realizada, literalmente de cara al público, en el Vietnam Veterans Memorial: un cenotafio al final del Mall de Washington -al que ahora, doloridamente, retornamos-, una ancha “herida” en y de la tierra, abierta como una V, como un grandioso ángulo obtuso (de 12512’) que apunta de un lado, muy simbólica e intencionadamente, al Obelisco levantado en honor de Washington, y del otro al Lincoln Memorial: al forjador de la Nación, y al torturado testigo de la Guerra de Secesión. Para acceder a esta gigantesca cicatriz -que guarda una herida insanable- hay que descender a la tierra, excavado como está el Memorial en una hondonada, como si se tratase de una trinchera... o de una larga fosa común. En efecto, el Memorial no puede ser visto a distancia: hay que bajar, es preciso comprometerse con e inmiscuirse en esas dos largas paredes de pulido granito negro, reflectante, de modo que el público se ve reflejado en este Muro de las lamentaciones, como si éste fuese un espejo que le devuelve su verdad... pero no a sus seres queridos, muertos o desaparecidos en las ciénagas de Vietnam. No lejos del Memorial se halla el Cementerio de Arlington, donde reposan escogidos y distinguidos “héroes” de la patria. También cerca de allí se alza el muy figurativo Monumento a Iwojima, en imitación kitsch de las películas de “hazañas bélicas”.
Por el contrario, el Vietnam Veterans Memorial (8) no presenta figura alguna. Sólo nombres. Los nombres de las 58.000 personas muertas o desaparecidas en la guerra, ordenados cronológicamente según la fecha de baja, sin distinción de rangos ni de cuerpos del ejército. Pero además, la disposición de los nombres en este libro (físicamente abierto, pero simbólicamente cerrado, como se verá) es al pronto extraña. La lista comienza con la indicación del año inicial de la guerra (1959), y el primer nombre está inscrito en el extremo superior derecho del vértice del ángulo (en la “página” derecha del “libro”); la relación continúa de arriba a abajo y de izquierda a derecha, hasta llegar a la punta occidental de la “página” (justo la que mira al Lincoln Memorial). Pero si uno quiere seguir leyendo ha de retroceder sobre sus pasos, hasta el extremo de la “página” que apunta al este (que indica obviamente resurrección, regeneración de la vida), e ir aproximándose de nuevo al centro, hasta llegar a la última fecha (1975) y el último nombre (en el extremo inferior derecho de la “página” de la izquierda de este libro que ha de ser leído al revés), cerrándose así idealmente la lista en el centro del Memorial, de modo que ningún nombre pueda inscribirse en ella ulteriormente (se entiende: ni en ésta, ni en ninguna otra guerra). Las dos fechas: 1959 y 1975, están respectivamente seguidas por dos breves inscripciones: el resumen y la moraleja de este trágico “libro” de dos páginas. La primera reza: “En honor de los hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos que sirvieron en la Guerra de Vietnam. Los nombres de quienes dieron sus vidas y de aquellos que continúan estando desaparecidos están escritos según el orden en que nos fueron arrebatados”. A la vista de esta inscripción, uno recuerda inmediatamente las palabras liminares del pensamiento griego: “De donde los seres surgen, hacia allí también se da su perecer, según necesidad (katà tò chreón); pagan en efecto recíprocamente su culpa y también la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo (katà tèn toû chrónou táxin)." (9)
Guerra y pensamiento, unidos así en círculo infernal, que el arte intenta valerosamente (aunque en vano) conjurar con la disposición de los nombres. La segunda inscripción pretende dar en cambio un “aire” patriótico al Memorial (sobrio, ha de reconocerse). Ahora habla (en estilo indirecto y en tercera persona) la Nación, no el “nosotros” de las palabras iniciales: el conjunto de aquellos que perdieron a sus seres queridos y, en general, de todo un pueblo conmocionado por una guerra a la que él mismo puso término. Una guerra estúpida, sin vencedores ni vencidos. Sólo muerte y destrucción. Sin embargo, el “mensaje” final está afortunadamente paliado por las últimas palabras de la inscripción. Unas palabras, sencillas y orgullosas a la vez, que recuerdan la pertenencia al Pueblo, y no al Poder, de este extraordinario monumento funerario. Compárese en efecto el convencional comienzo con la segunda frase: “Nuestra Nación honra el valor, sacrificio y dedicación al deber y al país de sus Veteranos de Vietnam. Este Memorial fue erigido con contribuciones privadas del pueblo americano. 11 de noviembre de 1982”. Significativamente, no se dice aquí, como en los monumentos convencionales: “Erigido por suscripción pública”, sino por las “contribuciones privadas”. Por fin se ha logrado plasmar aquí la deseada identificación entre la vida privada, responsablemente asumida, y el monumento público (algo ya iniciado en el parcialmente fallido “experimento” de los Gerz, en Hamburgo).
Es más: el Memorial surgió de la convocatoria de un concurso público, y por ende anónimo. De entre más de mil cuatrocientos proyectos, fue aprobado el de una muchacha de veintiún años, estudiante de arquitectura llamada Maya Lin, de origen asiático. De este modo, creación y recepción, Oriente y Occidente se funden en un mismo abrazo de duelo. No importa que el Memorial esté tachonado de banderitas y de ramos de flores, como si los visitantes de este “cementerio” vacío quisieran conjurar la austera dignidad de la piedra escrita, otorgando así al monumento colorido y variedad. En vano. Ni siquiera puede hacerse aquí como en los nichos de los columbarios, donde hay espacio suficiente para que cada difunto siga gozando de una ficticia propiedad privada: la de sus flores, su retrato o su lámpara votiva, dedicados solamente a él. La escueta mención de los nombres alineados impide más identificación que la del fallecido (o desaparecido) y la fecha.
Hemos recorrido un largo trayecto hasta llegar a este conmovedor “libro” de pulida superficie negra que se niega, terco, a inscribir más nombres en sus páginas. Aquí, en el Vietnam Veterans Memorial, tras descender la suave colina de hierba, dejamos a nuestras espaldas los pomposos signos del Estado-Nación, que pretende homogeneizar al pueblo como público, para utilizarlo en las grandes ocasiones. Aquí no hay ya teatro ni representación, como en la ópera romántica. Sólo sosegado y contenido dolor. Sólo una latente advertencia: Nunca más.
El Mall está, ahora, vacío. Al pie de la obra de Maya Lin, en cambio, familiares y amigos de los muertos se ven espectralmente reflejados en la lisa y negra piedra. Hombres y tierra, hermanados por el arte, ligados por el espacio común del dolor y la viva memoria. Un solo susurro condensa mancomunadamente las oraciones y el llanto, y se mezcla con el suave murmullo de los árboles otoñales. Es el viento del pueblo y de la tierra, que presta aliento y vida al arte público y al espacio político.



Citas:
1- Félix Duque es catedrático de Historia de la Filosofía Moderna en la Universidad Autónoma de Madrid. Especialidad: idealismo alemán, filosofía de la técnica y de la historia. Ultimas publicaciones: “Historia de la filosofía moderna. La era de la crítica”, Akal. Madrid 1998; “La Restauración. La escuela hegeliana y sus adversarios”, Akal. Madrid 1999; “Postmodernidad y apocalipsis”, Lujan Baudino. Buenos Aires 1999.
2- Adviértase que, aquí, “hombre” y “tierra” se toman como dos puros movimientos, no como “cosas” (y menos, sensibles).
3- E pluribus unum (o sea: uni-verso) es la leyenda que circunda la base de la estatua de la Libertad que corona el Capitolio. Una leyenda que podría leerse si no estuviera oculta a los ojos de los simples mortales, dada su altura. De todas formas, y a diferencia del Verbergen heideggeriano, gracias a la “democracia” americana los ciudadanos pueden ascender cómodamente por ascensor a la cúspide, para embriagarse patrióticamente con esa “leyenda”.
4- En efecto, ninguno de los Memorials que delimitan el Mall guarda en su interior un sepulcro, al contrario de lo habitual en las iglesias barrocas. Son por tanto, literalmente, monumentos in memoriam.
5- "Arte de tierra" sería quizá la traducción más cercana. Pero coincidiría entonces exactamente con earthwork: la obra “engendrada” por ese arte. Es verdad que land significa también "paisaje", y que el land art tiene obviamente mucho que ver con el paisaje. Pero nada sería más confundente que denominarlo en castellano: "arte paisajístico" (como la pintura holandesa, o la alemana romántica), porque él no quiere representar el paisaje tal como lo ve o lo siente el hombre, sino presentarlo por vez primera en cuanto tal, por medio de una acción humana que lo altera.
6- Interesadamente viene favoreciendo el Estado, desde su nacimiento en Roma, esa confusión entre el ejercicio de su jurisdicción, sobre el territorio o sobre la población, y lo público, mientras que los sujetos usufructuarios de ese espacio constituirían el público. Ésta es una tendencia que el nuevo patrón: la Industria Multinacional, favorece y fortifica, extendiéndola tendencialmente al mundo administrado. Pero “nosotros” no tenemos por qué caer en esa trampa.
7- Debo esta interesante indicación sobre la degradación del monumento en “mobiliario” urbano -y en señal de tráfico para peatones extranjeros- al Prof. Javier Maderuelo.
8- Para detalles y datos sobre este monumento es conveniente la consulta de Charles L. Griswood, The Vietnam Veterans Memorial and the Washington Mall: Philosophical Thoughts on Political Iconography. En la recopilación de Senie y Webster, pp. 71-100 (vid. Bibl.). Al respecto, yo al menos he hecho caso omiso de "pensamientos filosóficos" tales como: "el sentimiento preponderante experimentado en la dedicación del Memorial era patriótico, y por ende terapéutico... casi todo el mundo parecía sentir que América es todavía como un rayo de sol en un mundo sombrío." (p. 94). Y Griswold acaba esta parrafada de exaltación patria, y su ensayo, con una frase memorable, entre la ingenuidad y el cinismo: America remains fundamentally good ("América sigue siendo fundamentalmente buena"). Amén.
9- Anaximandro, Diels-Kranz 12B1. Parece ser el primer fragmento auténtico que nos haya llegado de un filósofo, aunque seguramente el comienzo de las ipsissima verba tenga lugar con: "según necesidad".



Bibliografía:

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Petropoulos, Jonathan: Art As Politics in the Third Reich. Univ. of North Carolina Press. Chapel Hill 1999.
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- Senie, H.F. / Webster, S.: Critical Issues in Public Art: Content, Context, and Controversy.
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